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CAPITANES INTRÉPIDOS (1)

Lunes 17 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Un relato de Rudyard Kipling
narrado por Tavo Jiménez de Armas

Introducción para padres y educadores

En 1937, Metro Goldwyn Mayer produjo Capitanes Intrépidos (Captains Courageous), una de esas películas de aventuras por las que no pasa el tiempo. Transcurridos los años desde que la visioné por primera vez, me propuse recurrir a la historia original, la novela homónima escrita por Rudyard Kipling en 1896, para que formara parte de esta pequeña colección infantil. Me parecía una buena idea tratar de adaptar el texto original a un cuento de fácil lectura que, sin embargo, conservara el espíritu que la obra de Kipling transmite.
Capitanes Intrépidos nos narra las circunstancias que vive Harvey Cheyne, un niño de diez años, hijo único de un magnate americano, cuando viaja en trasatlántico hacia Inglaterra. Harvey es, ante todo, un pequeño carente de equilibrio vital. Un chico que ha sido consentido por sus padres en todos sus caprichos. El insoportable chiquillo no recibe ni la atención ni la educación necesarias, lo cual lo está convirtiendo en un verdadero engendro.
No obstante, la vida interviene en forma de accidente, y el ingobernable Harvey va a parar a un humilde barco pesquero, donde no tendrá más remedio que poner los pies en el suelo y empezar a ajustarse a una dura realidad que le era desconocida.
Esta obra de Kipling es una bildungsroman, término alemán que se refiere a las novelas de aprendizaje, género del que también forman parte Grandes Esperanzas, David Copperfield, El Mago de Oz o El Guardián entre el centeno. Y como tal, se nos muestra el desarrollo psicológico del protagonista hasta alcanzar las cotas de madurez necesarias para ser considerado un ser humano espiritualmente sano.
Esta adaptación de Capitanes Intrépidos se enfoca en dos valores primordiales: el esfuerzo por conocer y la humildad. Ambos, bien combinados y acompañados de confianza en uno mismo, acercan al niño a las condiciones primordiales para no tener una visión antinatural, banal, del mundo. No hay otro camino que facilite la comprensión de las circunstancias del otro, de quien no lo ha tenido tan fácil.
Pero, además, este relato de crecimiento nos recuerda que nunca está de más aminorar el ritmo de la vida hasta estar en sintonía con los latidos de la Tierra. Harvey tendrá la oportunidad –y los lectores con él- de atemperar el carácter, y de aprender a apreciar los pequeños momentos de paz escondidos en medio de la prisa. Después de todo, con la lectura se promueve el gusto por el silencio y la armonía. Al comienzo de su proceso de adaptación, al insolente mocoso le parecía que el mar apestaba, pero finalmente acabará sintiendo sana nostalgia por los días que transcurrieron a bordo de aquella goleta llamada Estamos Aquí.
Si todo esto es importante, no lo es menos que el aprendizaje que habrá de convertir en una mejor persona a Harvey, es una necesidad que comparte con sus progenitores.
Así es, lo defectos que el niño ha llevado con orgullo son obra, al menos en parte, de la deficiente educación procurada por sus padres, que no hicieron entender a su retoño quién lleva el timón de su infancia, y cómo aprender a navegar sin dejar a su paso un rastro de destrucción. Cierto y justo; justo y cierto, añadiría el capitán Troop.
Aunque el esfuerzo educador en la familia no garantiza la obtención de sus elevados objetivos, no es menos cierto que seguir la norma actual, basada en la dejación de responsabilidades, aumenta las posibilidades de que el niño no adquiera sino los defectos propios de la ignorancia espiritual e intelectual: indiferencia, mediocridad, conformismo.
En definitiva, este cuento nos recuerda que, a veces, lo mejor que puede ocurrir en nuestra vida es no ver cumplidas las expectativas; puede que seamos afortunados al observar cómo no se cumplen los deseos que se habían gestado en las nubes de nuestra mente. Y nos recuerda también que los buenos árboles merecen ser ayudados a no torcerse; y que cada bacalao –por pequeño que sea- que entra en la bodega del Estamos Aquí, cuenta.

Capítulo 1

Este es el cuento de un niño que –a través de una sorprendente aventura- aprendió a vivir. Es la historia de Harvey Cheyne, que no sabía que la vida es mucho más que pensar únicamente en uno mismo.
Todo comenzó mucho antes de que nuestra imaginación crease aviones y teléfonos móviles. Por aquel entonces, atravesar el Atlántico era una costosa empresa en la que se empleaba mucho tiempo.
Surcando la espesa niebla del norte oceánico, con destino a Europa, un enorme y lujoso barco de pasajeros ha dejado atrás Nueva York. Entre el pasaje se encuentra la señora Constance Cheyne y su hijo Harvey, un chico caprichoso y egoísta, sin duda, como resultado del desinterés de sus padres por educarlo. Sin recibir más enseñanzas que las de la escuela, su formación dejaba mucho que desear.
Para no pocos de los miembros de la tripulación que habían padecido sus groseras formas, el chaval –que ya tenía diez años- merecía que lo tirasen por la borda; otros, simplemente, sentían lástima por él, y habrían preferido otra solución: que los señores Cheyne fueran obligados a permanecer todo el trayecto junto a su hijo, bajo llave, en un pequeño camarote.
En el comedor principal, algunos pasajeros charlaban durante el desayuno sobre las impertinencias de Harvey, y acerca de la responsabilidad que sus padres tenían en ellas. Por eso les resultaba incomprensible que la respuesta de los señores Cheyne a los graves problemas de su hijo fuese tan simplona: llevarlo a Londres con la intención de internarlo en una carísima escuela. En fin, una solución que el papá del niño podía permitirse. Después de todo, era tan asquerosamente rico que poseía trenes, bosques, minas, numerosas casas repartidas por toda América e, incluso, barcos como aquel en el que viajaba su hijo.
Un señor de mirada serena escuchó una de esas conversaciones y se atrevió a opinar del siguiente modo:
-Ese chico comenzará a formarse cuando deje de alardear que recibe doscientos dólares a la semana; y cuando la educación que reciba proceda de sus padres y no de los maestros que cobran por ello altas sumas de dinero. De no ser así, cuando regrese de Europa no habrá quien lo aguante. Y eso que el muchacho no es malo y tiene buen fondo, pero su padre está demasiado ocupado haciendo dinero como para preocuparse de otras cosas que, para él, son menos importantes.
La sirena del inmenso buque sonaba potente, como aviso para la flotilla de pescadores que se ganaban la vida trabajando en sus humildes barquichuelos. Aquel sonido les servía de advertencia para prevenir un accidente.
En ese mismo instante se abrió la puerta del comedor y entró Harvey, quien dijo que afuera la niebla era tan espesa que tal vez el barco chocara con uno de los barquillos pesqueros, algo que a él le parecía divertido. Acto seguido, se sentó en una mesa y sacó de su bolsillo un puñado de billetes. Como si fuera el amo del universo, llamó con arrogancia al camarero y le ordenó le sirviera, no uno ni dos, sino tres platos de bistec empanado acompañado de guarnición. Su propósito era zampárselos, de algún modo, para demostrar a todos que su apetito era insaciable.
-Bien, amigos –dijo el muchacho mientras rebañaba con un pedazo de pan los restos del desayuno-. Juraría que el barco ha disminuido su velocidad. Seguro que es para no arrollar a esos torpes y malolientes pescadores.
Y dicho esto, Harvey salió a cubierta para que le diera un poco el aire. Aunque no quisiera reconocerlo, se sentía bastante mareado. Después de todo, aquella era la primera vez que hacía un viaje marítimo tan largo. Puesto que había fanfarroneado ante todos de no haber sufrido fatigas durante todo el trayecto, se acercó a una barandilla para disimular, agarrarse bien y controlar su malestar. Pero su cabeza daba vueltas, y hasta la húmeda brisa marina parecía torturar su arrogante alma. Aturdido por todas estas circunstancias, sus piernas y manos perdieron fortaleza y, con el golpe de una inesperada ola, el muchacho fue arrancado del barco, cayendo al mar.



EL MAGO DE OZ (y 8)

Viernes 14 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Capítulo 12

¡No prestéis atención al hombre que está tras la cortina!

Dorita tomó la mano del señor Espantapájaros, éste hizo lo mismo con el hombre de metal, quien repitió el gesto con el león. Unidos dieron los últimos pasos hasta llegar a la puerta de acceso a la ciudad. Tocaron el timbre, acudió el portero y les hizo pasar.
-Deseamos ver al Gran Oz –dijo Dorita.
-¿Otra vez? –replicó el guardián- No sé yo si el mago estará dispuesto a recibiros…
-Dígale, si es tan amable –añadió el león-, que Dorita de Kansas ha vencido a la malvada Bruja del Oeste.
-¡Vaya! –exclamó el portero- Esa sí que es una buena noticia.
Sin embargo, el mago no los recibiría de inmediato. Ordenó que se les diera habitaciones de invitados, pues los atendería a la mañana siguiente. Lo más comprensible sería que el nerviosismo impidiera dormir a nuestros amigos, pero estaban tan agotados que hasta el hombre de lata se dejó caer sobre su cama.
Con el nuevo amanecer había llegado el día más esperado: el mago los recibiría a todos juntos en el salón del trono. Entraron en el palacio y fueron de la mano hasta la inmensa sala donde, anteriormente, Oz había tomado diferentes formas, desde una cabeza acalabazada hasta una terrible bestia con cinco trompas de elefante.
Atravesaron la puerta de entrada y allí estaba el cabezón flotando sobre el sillón del trono.
-¡Acercaos! –tronó la voz del mago.
-Hemos venido –dijo la niña con mucha humildad- para que cumpla usted con su palabra y le entregue un corazón al hombre de metal, un cerebro al espantapájaros, valor al león… y para que me lleve de regreso a mi hogar en Kansas.
-¿Habéis hecho lo que os pedí?
-Así es –respondió el espantapájaros, quien se quitó el sombrero y mostró un pañuelo a cuadros-. Aquí tenemos lo único que queda de la bruja, su dentadura.
Se hizo un silencio de varios segundos hasta que el mago volvió a hablar:
-Está bien… Venid mañana y hablaremos de lo vuestro.
Los ojos de nuestros amigos se pusieron como platos, de tan asombrados que estaban por la poca seriedad de Oz.
-¡¿Cómo?! –dijo Dorita- ¡No tiene derecho a hacernos esperar más!
El león, que se tenía por animal paciente, no pudo contener más su enfado y lanzó un brutal rugido que se escuchó en todo el palacio e hizo temblar el sillón del trono. Toto, asustado por el estruendoso bramido, echó a correr hacia la cortina verdusca que había tras el trono, dejando al descubierto a una persona que estaba cómodamente sentada frente a un ordenador. Las miradas de nuestros amigos se dirigieron de inmediato hacia aquel desconocido señor. Entretanto, la voz que salía de la cabezota gigante parecía nerviosa por primera vez, mientras les decía:
-¡No prestéis atención al hombre que está tras la cortina! ¡Concentrad vuestra atención en mi cabeza!
Pero de nada sirvió lo que la voz dijera. Nuestros amigos no eran tontos, y rápidamente comprendieron que el hombre que se ocultaba tras la cortina era quien, con el ordenador, ponía voz a la cabeza flotante del sillón. Se le acercaron sin disimular lo enfadados que estaban.
-¿Quién es usted? –preguntó la pequeña.
-Soy el mago –respondió con voz temblorosa.
-¿Es usted el Gran Oz, Divino y Único, terrible como ningún otro? –insistió Dorita, que estaba perpleja ante el engaño de aquel individuo.
-Así es –respondió.
-Es usted un farsante –exclamó la niña.
-Baja la voz, querida –contestó el hombre-. Si hablas alto te escucharán mis sirvientes y descubrirán que les he mentido. En realidad no soy un gran mago, sino un hombre común, corriente y moliente. Un hombre que ha usado su inteligencia para que los tontos de buen corazón le temieran y construyeran esta ciudad.
Así que, gracias a Toto, la niña y sus compañeros descubrieron que habían sido engañados. Comprendieron que ellos no habían sido los únicos, pues toda la Ciudad de Esmeralda lo tenía por un mago extraordinario, bondadoso y único en poder. Entendieron por qué el mago nunca se dejaba ver, y por qué obligaba a todos los habitantes de la ciudad a ver lo que él deseaba, a través de las gafas.
Decepcionados y tristes, abandonaron el salón del trono sin atender las explicaciones que el Grande y Terrible Farsante, como lo llamaba Dorita, deseaba darles. Después de todo, el falso mago no podría devolverla a Kansas, ni cumplir con las demás promesas que había hecho. Así que allí lo dejaron, con la palabra en la boca, mientras abandonaban el palacio.
-Nada es lo que parece –dijo Dorita.
Salieron a la calle y no sabían qué hacer, pues estaban abatidos. Entonces, sorprendentemente, las puertas de la Ciudad de Esmeralda se abrieron de par en par, y las atravesó una anciana de blancos cabellos llamada Glinda, la buena Bruja del Norte.
-He venido a ver a Dorita –dijo la señora. Y en sólo unos instantes, las gentes se arremolinaron a su alrededor.
La niña se le abrazó con fuerza, y cuando quiso contarle todo lo que había ocurrido en las últimas semanas, la Buena Bruja le hizo saber que no era necesario, pues ella ya lo sabía perfectamente.
-Habéis hecho un enorme favor a toda esta gente –dijo Glinda a los cuatro amigos-, pues habéis dejado al descubierto el fraude del mago. Con vuestro buen hacer habéis demostrado que no carecéis de aquello que buscáis.
-¿Quiere eso decir –preguntó el espantapájaros- que tengo un cerebro en mi cabeza?
-Tú, hombre de paja –respondió la bruja-, debes saber que todos los habitantes de esta ciudad poseen un cerebro y, sin embargo, ninguno de ellos descubrió jamás el engaño del farsante de Oz. Tus buenos juicios, al no dejarte engañar por las tretas del mago, y tu negativa a someterte a su autoridad, son cosas más valiosas que el simple cerebro humano, tan fácil de manipular, como ha quedado demostrado.
El falso mago de Oz escuchó aquellas palabras desde la puerta de su palacio y se sintió avergonzado. No obstante, por miedo a la reacción de los ciudadanos, aprovechó que estaban ocupados escuchando a Glinda para escapar por un pasadizo secreto. Desde entonces nadie sabe dónde se encuentra.
-Buena Bruja –dijo el hombre de metal-, ¿cree que podría darme un corazón?
-¿Acaso no me entiendes cuando hablo? –respondió ella, con cierta molestia- ¿Por qué buscas fuera lo que siempre has tenido? ¿Es preciso que te recuerde cuando has sentido en tu pecho la tristeza de tus amigos? Recuerda cuántas veces has prestado atención a los sentimientos de los demás, pues yo sé que no son pocas. Definitivamente, sobran los corazones humanos cuando se tienen sentimientos generosos como los tuyos. Si quieres ver lo que es ser desconsiderado y poco hospitalario, no tienes sino que mirar a esta ciudad y sus engañadas gentes.
-Yo, señora Glinda –dijo el león-, creo que sí he aprendido la lección.
-Así es –respondió la dama-. Todo camino se recorre con un primer paso, y el tuyo dio comienzo cuando te decidiste a ser tú mismo sin temer a las consecuencias. Eres un felino de gran valentía. Por eso, quiero proponer al pueblo de la Ciudad de Esmeralda que os acoja como gobernantes, a ti y a tus compañeros. Con tu valor, la conciencia lúcida del señor Espantapájaros, y los desprendidos sentimientos del hombre de hojalata, esta ciudad será mucho mejor de lo que ha sido hasta hoy.
Los tres amigos, y también los ciudadanos, estaban de acuerdo con el ofrecimiento de Glinda, y el pobre portero de la ciudad comenzó a abrir la cerradura de las gafas a cuantos se acercaban a él.
-En cuanto a ti, Dorita –dijo la bruja-, sólo puedo decirte que siempre, siempre, has tenido el poder de regresar a casa. Mira tus pies.
La pequeña miró los zapatos de plata. Los pies que calzaban aquellos zapatos habían hecho un largo recorrido desde la comarca de la Gente Pequeña hasta allí.
-Entonces –dijo Dorita-, ¿usted sabía que al enviarme al mago su único interés sería que yo matase a la Bruja del Oeste?
-En efecto, niñita –respondió Glinda-. Siempre supe que el mago era un fraude. Y te digo más: desde que te vi por primera vez, supe que por el Camino de Baldosas Amarillas encontrarías a unos amigos tan fantásticos como el hombre de paja, el leñador de metal y el león. Lo importante es que hayas comprendido que si alguna vez te sientes lejos de tu verdadero hogar, todo cuanto necesitas hacer es desear volver a él. No necesitas hacer tratos con nadie que te prometa magia.
-¿Y cómo lo hago? –preguntó Dorita- ¿Cómo puedo volver con mis tíos?
-Esos zapatos contienen todo el poder que precisas –dijo la Buena Bruja-. Lo único que has de hacer, pequeña, es cerrar los ojos y chocar los tacones tres veces. Al hacerlo regresarás inmediatamente a tu hogar, dondequiera que esté.
Así, Glinda besó en la frente a Dorita, quien se despidió de sus amigos con un último abrazo. Secó las lágrimas del señor Hojalata para evitar que se enmoheciera, y les deseó a todos una feliz vida en la Ciudad de Esmeralda.
Todas las historias tienen un principio y un final. El final de ésta llegó cuando una pequeña niña de Kansas, llamada Dorita, cerró los ojos y golpeó sus tacones de plata por tres veces. Al volver a abrir los ojos, todo lo que la rodeaba eran inmensas y desérticas praderas. Eso y una casa –toda ella de madera-, no muy grande, a pesar de lo cual para la niña era el hogar perfecto, en el que se sentía querida, segura y feliz.
FIN

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EL MAGO DE OZ (7)

Jueves 13 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Capítulo 10

¡Mira que es mala la Bruja del Oeste!

Por primera vez, nuestros cuatro amigos se sintieron completamente desamparados. No sabían qué podían hacer. Lo que sí tenían claro, en eso estaban todos de acuerdo, era que no matarían a la Bruja del Oeste. Sin embargo, eran conscientes de lo que ello significaba…
-Jamás volveré a abrazar a mis tíos –dijo Dorita.
-Será mejor que me olvide de tener un cerebro –intervino el hombre de paja.
-Me quedaré sin ser valiente, y seguiré fingiendo ser como no soy –añadió el León Cobarde.
-Yo ya perdí la esperanza de poseer un corazón –expresó el leñador de metal.
Los cuatro amigos, acompañados de Toto, se sentaron en el bordillo de la acera de una de las avenidas de la ciudad. Y así pasaron largo rato, observando el ir y venir de sus habitantes, que compraban de tienda en tienda y parloteaban alegremente. Parecían muy felices, mas el señor Espantapájaros pensó que la vida en la Ciudad de Esmeralda era un poco triste. Y no estaba muy equivocado si tenemos en cuenta que todos, absolutamente todos, estaban obligados a llevar las gafas que el mago les había proporcionado.
-¿Qué clase de mago –dijo el hombre que sólo tenía paja en su cabeza- es aquel que obliga a las personas a ver a través de unas gafas que no les está permitido quitarse?
-Un mago muy mediocre –añadió el señor Hojalata.
-Un farsante –concluyó Dorita.
En ese mismo instante se les acercó el soldado que los había acompañado, uno a uno, hasta el Gran Oz, y les dijo lo siguiente:
-El mago me ha dicho que si estáis dispuestos a cumplir con la misión que os ha encomendado, debéis abandonar la ciudad y partir en busca de la bruja mala. Pero también me dijo que, si no vais a cumplir con la misión, os expulse inmediatamente de la Ciudad de Esmeralda cuando una gallina ponga el próximo huevo verde.
-No mataremos a la bruja, por muy mala que sea –respondió el León Cobarde.
Al instante se escuchó el cacareo de una gallina que acababa de poner un huevo verde, y nuestros cuatro amigos dieron con sus traseros en la puerta de entrada a la ciudad.
Sin gafas que les hiciera ver todas las cosas en tonos verdes, Dorita y sus amigos retomaron el Camino de Baldosas Amarillas sin un destino claro. Lo primero que pensaron fue en buscar un sitio donde poder descansar y pasar la noche. Y lo hallaron cerca. Abandonaron el sendero amarillo y se adentraron en el campo con la intención de acercarse a una casa que no tenía tejado.
-Podríamos construir uno entre todos –dijo el hombre de lata.
Pero en Oz reinaba lo inesperado, y la malvada Bruja del Oeste supo de la presencia en el país de una niña que había acabado con la vida de la Bruja del Este. Dispuesta a vengarse por ello, la bruja urdió un plan…
Mientras Dorita y sus compañeros se disponían a entrar en la casa en ruinas, Toto comenzó a ladrar mirando al cielo. El comportamiento del perro causó extrañeza en los demás, pues en el cielo únicamente se avistaba una nube negra de gran tamaño. ¿O no era una nube?
No. No se trataba de una simple nube cargada de agua que amenazaba con descargar su lluvia. En realidad era un nubarrón formado por una tropa de monos alados al servicio de la maligna, retorcida, vengativa y fea, Bruja del Oeste.
Los monos volaban a gran velocidad, y cayeron sobre Dorita y los demás sin apenas darles tiempo a protegerse. Estos animales peludos eran mandriles de culo rojo, cuyos colmillos son del tamaño del dedo pulgar. Y no servían por gusto a la malvada bruja, sino por miedo; alguna que otra vez se habían atrevido a desobedecer sus órdenes y siempre habían acabado encerrados en una fría mazmorra.
Los mandriles fueron acercándose a cada uno de nuestros amigos, los agarraron con sus manazas por los brazos, y retomaron el vuelo en dirección al oscuro y tenebroso castillo donde vivía la bruja. Todo ello, en medio de los gritos de la niña, que procuró, al igual que sus compañeros, no zarandearse demasiado por miedo a caer desde una gran altura.
Finalmente, el destino había querido que la bruja, a la que Dorita y sus amigos se habían negado a matar, los capturase y llevase a una fortaleza en medio del desierto de Oz. ¿Qué les sucedió a nuestros amigos allí? ¿Era tan fea la bruja como la imaginaban? ¿De qué se alimenta una bruja perversa y cascarrabias? Todas estas preguntas tienen respuesta en el siguiente capítulo.

Capítulo 11

Sartenes, cacerolas, secuoyas milenarias, seis chimeneas y combates singulares

Dorita y sus compañeros fueron llevados ante la Bruja del Oeste, y pudieron comprobar que era tan fea como la imaginaban. Sus piernas y brazos eran delgados como palos de escoba, y el color de su piel se asemejaba al de la ceniza. Sus uñas eran largas y retorcidas, y vestía un horrible traje negro que arrastraba por el suelo. Calzaba unos enormes tacones que la hacían caminar torpemente, como si fuera sobre unos zancos. Por último –aunque tenía una dentadura preciosa-, su boca despedía el tufo propio de quien se alimenta de desagradables insectos vivos. Lo cual es comprensible, pues acababa de comerse unas pechugas de saltamontes, croquetas de escarabajo pelotero, y natillas de oruga.
-Así que tú eres la niña que mató a la Bruja del Este –dijo la bruja.
-No fue mi intención, señora –respondió Dorita-. A decir verdad, toda la culpa es de mi casa, o del tornado que la levantó por los aires…
-Eso poco importa ahora –replicó la bruja-. Veo que tienes en tu frente el beso protector de Glinda, esa bruja de pacotilla. Por suerte para ti, no puedo matarte, pero sí esclavizarte. Trabajarás en mi cocina, limpiando platos y cacerolas. Tu perro puede acompañarte.
-¿Qué pasará con nosotros? –preguntó el tembloroso hombre de metal.
-Estad tranquilos –le dijo la bruja-. Tú, leñador, talarás unas viejas secuoyas que tengo en el jardín. El león me divertirá peleando en combate singular contra los mandriles de culo rojo. Y tú, querido espantapájaros, cada noche encenderás el fuego de mis seis chimeneas.
-¿Qué ocurre si me quemo? –le consultó el hombre de paja.
-Pues que habrá un espantapájaros menos en el País de Oz –respondió la bruja entre sonoras carcajadas.
Podría relataros, con todo lujo de detalles, lo ocurrido durante los terribles cuarenta y dos días que Dorita y sus amigos estuvieron cautivos de la Oscura Dama del Oeste, pero no os cansaré con ello. Sabed que fueron días tortuosos en los que cada uno de ellos fue obligado a hacer lo que menos le gustaba, tal como la bruja les había anunciado. Sin embargo, el León Cobarde, negándose a combatir, fue encerrado en un calabozo.
Lo realmente importante es lo que aconteció el cuadragésimo segundo día a las once y cincuenta y nueve minutos de la mañana. En ese momento estaba Dorita limpiando los cacharros en la cocina, como era habitual. La bruja acababa de prepararse unas empanadillas de ciempiés y escorpiones, y le daba vueltas a su cabeza sobre cómo apoderarse de los zapatos plateados de la niña. No era costumbre que se acercase por la cocina, pero ese día y a esa hora, la bruja llegó hasta donde estaba trabajando la pequeña. Aprovechando que ésta llevaba en sus manos un enorme caldero repleto de agua, la mala bruja se acercó por detrás tratando de quitarle uno de los zapatos. Forcejearon, pero Dorita tenía las manos ocupadas y no pudo evitar que su enemiga se hiciera con el zapato de plata.
-¡Devuélvame inmediatamente mi zapato! –gritó la niña muy enfadada.
-Ahora es mío, chiquilla –replicó la bruja-. Y el otro estará pronto en mis manos. Verás qué rápido perderás todo tu poder.
Dorita se sintió impotente ante el engaño de la malvada señora del castillo e, irritada como estaba, no se lo pensó dos veces y echó toda el agua del caldero sobre su oponente. Para su sorpresa y la vuestra, la maligna Bruja del Oeste gritó de terror, pues el agua, sí, el agua, era el arma más poderosa que alguien podía usar contra ella. Así se entiende que jamás lavase los platos y calderos, y nunca antes visitara a la niña en la cocina.
-¡Me derrito! –gritó la muy malvada- ¡Nunca imaginé que una estúpida niña descubriese el modo de vencerme!
-¡Yo no quería matarla! –replicó Dorita, sorprendida de ver que la bruja se derretía como un helado de nata y chocolate una mañana de caluroso verano.
Lo que había ocurrido alegraría a todos. El primero fue Toto, que saltaba y ladraba de felicidad al ver que la Bruja del Oeste había quedado reducida a un feo montón de cenizas, negras como el carbón. El chucho se acercó a olisquearlas, con tan mala suerte que el pobre estornudó sobre ellas con gran potencia, esparciendo las cenizas por el aire. Lo único que quedó en el suelo fue la dentadura postiza de aquella mala persona.
Inmediatamente, unos mandriles de culo rojo aparecieron por la cocina, escucharon de labios de Dorita lo ocurrido, y también ellos saltaron de alegría, pues los días de esclavitud habían llegado a su fin. Y todo, gracias a la pequeña.
-Hoy es un día glorioso –dijo uno de los monos-. ¡La malvada bruja ha muerto, y todos deben saberlo! ¡Así que hagamos que las campanas toquen ding-dong, pues la bruja ha muerto al fin!
Los mandriles liberaron al espantapájaros (que había encendido chimeneas con mucha prudencia, sin quemarse), al hombre de lata (que prefirió quedarse inmóvil y enmohecido antes que talar las milenarias secuoyas), y al león, que permanecía encerrado en una mazmorra. Los monos les hicieron saber a nuestros amigos que no sólo ellos eran muy afortunados, también lo era la Ciudad de Esmeralda, pues la bruja estaba planificando atacarla.
-¿Sabéis qué haremos? –dijo Dorita muy excitada- ¡Iremos de vuelta a la ciudad, anunciaremos que la bruja ha muerto y pediremos al mago que cumpla con su palabra!
-¡Nosotros –añadió el capitán de los mandriles- os llevaremos con mucho gusto!
Y así fue cómo el castillo de la Bruja del Oeste quedó vacío por siempre jamás. Desde lo alto de un torreón partió una cuadrilla de monos voladores, llevando en sus lomos a Dorita y a sus compañeros. El viaje fue magnífico, y muy pronto llegaron hasta las puertas de la Ciudad de Esmeralda. Allí se despidieron de los mandriles, que partirían hacia la región selvática, su hogar, donde podrían volver a vivir felices.

EL MAGO DE OZ (6)

Miércoles 12 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Capítulo 8

No más baldosas amarillas ni siesta entre las amapolas

Llegó un nuevo día, la niña desayunó unos duraznos y ciruelas, y todos se pusieron de nuevo en camino. Estaban descansados, y el sol hacía brillar hermosamente la pradera. Recorrieron la orilla en busca del sendero amarillo, pero hasta ese momento sólo veían campos repletos de variadas flores. Por entonces, el León Cobarde les confesó a sus amigos que, aunque se supone que a las fieras no les han de gustar las flores, a él le parecían una de las cosas más bellas y agradables de la creación. Decía esto mientras tomaba unas pocas amapolas y las olía con gusto.
Todo el mundo sabe que cuando hay una gran cantidad de estas flores, el aroma es tan fuerte que cualquiera que lo aspire con intensidad cae en un profundo sueño. Incluso se cree que si no se lucha contra ese sueño, el dormido no despertará nunca jamás. La pobre Dorita desconocía esto, y se dejó llevar por el olor de las flores rojas. Sus párpados se cerraban y sintió la necesidad de tenderse a descansar. Aunque el señor Hojalata y el hombre de paja le insistieron en que era necesario llegar cuanto antes al Camino de Baldosas Amarillas, la niña cerró sus ojos y cayó dormida sobre las flores. Incluso Toto se dejó adormilar por el aroma de las amapolas adormideras. Los únicos que estaban a salvo eran el leñador y el espantapájaros, por no ser de carne y hueso. Ambos, conociendo que el sueño de las amapolas es de las cosas más peligrosas que existen, alertaron a su amigo el león:
-¡Echa a correr tan rápido como puedas o morirás! Nosotros nos llevaremos en brazos a Dorita.
El león hizo grandes esfuerzos para que sus ojos no se cerrasen, y –entre sonoros bostezos- echó a correr. Entretanto, Dorita y su perro eran llevados en brazos de sus amigos. Afortunadamente, todos lograron dejar atrás el peligrosísimo campo de amapolas, y prosiguieron su camino hacia la Ciudad de Esmeralda. Eso sí, no veían el Camino de Baldosas Amarillas por ninguna parte. Todo lo que había, hasta donde se perdía la vista, eran verdes praderas cubiertas de fresco césped; lo cual no estaba nada mal, pues les permitía respirar su inigualable y sano aroma.
Bien entrada la tarde, cuando Dorita comenzó a notar cierto cansancio, volvieron a encontrar el sendero amarillo, que estaba bien cuidado, casi reluciente. En ese tramo, las casas de los alrededores –que no eran muchas- estaban pintadas de verde, igual que las cercas, lo que hizo pensar a nuestros amigos que ya se encontraban en una comarca diferente del País de Oz, muy, muy cerca de la tan esperada Ciudad de Esmeralda. Y no estaban equivocados: cuando se encontraron con algún habitante de la zona vieron que sus vestidos también eran de color verde esmeralda; incluso el cielo –aunque esto os parezca imposible- era de un cierto tono verduzco.
Ya oscurecía cuando divisaron una granja. A Dorita le recordó a su hogar en Kansas, si bien esta granja era mucho más colorida. Sin embargo, la niña no dudó de que sus propietarios serían igual de hospitalarios que la Tía Emma y el Tío Enrique. Así que se acercaron a ella, y le preguntaron a una señora, que tomaba pastel sentada en el porche, si sabía dónde podían comer algo. La amable mujer les dijo que pasasen al interior de la casa, algo que no haría todo el mundo, teniendo en cuenta que un enorme león –de feroz apariencia- acompañaba a la niña. Una vez dentro les sirvió comida caliente y pastel a todos, menos al hombre de hojalata y al señor Espantapájaros, pues ninguno de los dos había sentido nunca hambre. Ambos permanecieron inmóviles durante toda la noche, de pie junto a la puerta, mientras sus compañeros dormían cómodamente en unas improvisadas camas.
Amaneció un nuevo día en Oz. El sol se elevaba hacia un hermoso e inusual cielo verde, sobre el sendero amarillo. Dorita y compañía se despidieron de la generosa señora de la casa, quien les deseó mucha suerte en la Ciudad de Esmeralda.
-Espero que el mago os reciba –les dijo-, pues se dice que casi nadie lo ha visto. Se pasa el día encerrado en el gigantesco salón del trono de su palacio. Así que vuestra tarea es muy difícil.
-¿Qué aspecto tiene el mago? –preguntó la niña.
-Pues lo desconozco –contestó la señora-. Hay quien dice que se parece a un elefante, pero otros afirman que es un lagarto. Yo, la verdad, creo que todo eso son invenciones, pero tened cuidado, por si acaso…
Cuanto más avanzaban por el Camino de Baldosas Amarillas, más intensamente verde lucía el cielo. Sin duda, aquello era una señal clara de que estaban ya muy cerca de su destino. En efecto, antes del mediodía divisaron una gruesa y elevada muralla que rodeaba una ciudad repleta de altos y brillantes edificios de color esmeralda. Justo donde acababa el sendero amarillo veíanse unas enormes puertas doradas, y junto a ellas un timbre. Dorita tocó educadamente el timbre, y no hubo que esperar sino un minuto, más o menos, y las puertas se abrieron lentamente.
El viaje de nuestros amigos había concluido. A pesar de las dificultades, había merecido la pena. Sin embargo, ahora todos estaban muy excitados, pues pronto sabrían si el Gran Oz los recibiría.

Capítulo 9

La Ciudad de Esmeralda es como Nueva York pintada de verde

Una vez abiertas las puertas de la ciudad, Dorita y compañía se adentraron en una gran sala en la que únicamente había un individuo. Se trataba de un hombrecillo de una estatura algo mayor que la niña, que se les acercó preguntando por el motivo de aquella inesperada visita.
-Hemos venido para ver al señor mago –declaró Dorita.
-Uhmm –masculló el portero de la ciudad mientras se rascaba la barbilla-. Hace muchos años que nadie me pide ver a Oz. No sé si vuestra petición se hará realidad…
-¿Por qué no habría de querer vernos? –replicó el hombre de paja- Hemos venido desde muy lejos sólo para ello.
-Lo imagino –repuso el hombrecillo-. Pero si venís a molestarlo, puede que el mago se enfade y os destruya con sólo un soplido.
El leñador de metal intervino diciendo que habían llegado hasta allí con el convencimiento de que el mago era bondadoso. El portero de la ciudad le confirmó que así era, y que el Gran Oz gobernaba la ciudad con sabiduría.
-Entonces –dijo el león-, ¿nos llevará ante el mago?
El guardián volvió rascar su barbilla con mirada pensativa, y luego añadió:
-Veré lo que puedo hacer. Os llevaré hasta su palacio. Pero antes debéis poneros unas gafas especiales que todo habitante de la ciudad debe llevar por orden del mago.
El guardián de la puerta tomó cinco pares de gafas y entregó un par a cada uno de los recién llegados. El propósito no es otro –según les dijo- que proteger los ojos del intenso brillo esmeralda de toda la ciudad. Para evitar que alguien se quitase las gafas, en la parte trasera de todas ellas había una pequeña cerradura que únicamente se abría con la llave que poseía el portero. Acto seguido, abrió una puerta al final de la sala y les pidió que le siguieran hasta el interior de la ciudad.
Lo primero que llamó la atención de nuestros amigos fue lo reluciente que todo parecía; los suelos y paredes eran de un verde mármol que ninguno de ellos había visto antes. A decir verdad, todo lo que allí había les parecía nuevo y, por tanto, sorprendente.
Les hizo gracia ver golosinas y limonada verdes en el expositor de una de las numerosas tiendas que había por aquí y por allá. Las gentes, que se paraban con asombro a mirar al grupo de recién llegados, también lucían de color verde. Algunos niños se ocultaban tras sus madres por miedo al león. Otros simplemente sonreían, pero nadie les dirigió la palabra. Eso sí, todos parecían muy satisfechos de vivir en una ciudad tan maravillosa.
El guardián de la puerta los condujo unas calles más allá, hasta llegar al centro mismo de la ciudad. Allí estaba el palacio del mago. Junto a la puerta del edificio había un soldado que parecía una estatua, de quieto que estaba. El guardián le dijo que aquellos forasteros deseaban ver al mago, y el soldado los hizo pasar a una sala cuyo suelo estaba completamente alfombrado. ¿De qué color creéis que era la alfombra? Verde, por supuesto. Igual que los sillones que allí había.
-Tomad asiento y esperad –les dijo el soldado-. Iré a anunciarle al mago vuestra intención de ser recibidos.
Aquel hombre tardó un buen rato en regresar a la sala en la que todos esperaban. Al volver, Dorita le preguntó si había visto al mago. La respuesta del soldado fue desconcertante, pues le explicó que nunca jamás lo había visto, ya que siempre permanecía oculto tras una cortina. ¿De qué color era esa cortina? Pues sí, verde…
-No he visto al mago –les dijo- pero hablé con él y me respondió que hará una excepción con vosotros y os recibirá mañana.
Todos saltaron de alegría, pues veían la solución a sus problemas muy cerca. El soldado les dijo que había una condición: los recibiría en el salón del trono, de uno en uno. Así pues, como debían pasar más tiempo en la ciudad, el soldado los acompañó a las habitaciones de invitados, donde podrían descansar del largo viaje.
Ya en su dormitorio, Dorita se dio un placentero baño, con mucha espuma, que dejó empañadas sus gafas, y se vistió con un traje nuevo, de verde seda. El duro señor Hojalata, así como el hombre de paja, como no estaban cansados, permanecieron todo el tiempo de pie dentro de su habitación, bobamente tras la puerta, a la espera de que los avisasen a la mañana siguiente. En cuanto al león, lo único que puedo deciros es que durmió como un bendito, ronroneando toda la noche.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, Dorita fue llevada por el mismo soldado del día anterior hasta el salón del trono, donde el Gran Oz la esperaba.
-Has de saber –le confió el soldado- que el mago, en principio, no deseaba recibirte, pero le hablé de tus zapatos de plata, y entonces mostró interés en conocerte.
Al terminar de decir esto, sonó una campanilla que indicaba que el mago ya estaba esperando. Dorita, temblando como un flan, atravesó la puerta que conducía al salón del trono de aquel lujoso palacio. La distancia hasta el trono era grande, por lo que la niña tuvo tiempo de pensar acerca de si el mago sería capaz de ver la señal protectora que llevaba en su frente; tal como Glinda le había dicho antes de besarla, únicamente las personas observadoras poseían la capacidad de verla.
Cuando llegó hasta el gran trono de verde mármol que estaba en el centro del enorme salón, lo único que allí había era un sillón dorado sobre el que reposaba –como si flotara- una gigantesca cabeza. No tenía más; no había cuerpo alguno, por imposible que esto os pueda parecer. El cabezón se expresó con una voz potente y ronca:
-Soy el Gran Oz, Divino y Único, terrible como ningún otro. ¿Quién eres y qué te ha traído hasta mí?
La pequeña Dorita estaba aterrorizada ante aquella espectacular cabeza, que bien parecía una calabaza de mil kilos de peso. A pesar de ello, la niña se expresó:
-Soy Dorita, una humilde persona que viene a pedirle ayuda.
Pero los ojos de la cabezota únicamente prestaban atención a los zapatos plateados. Bueno, no sólo a los zapatos, también a la frente de la niña.
-Veo –dijo el mago- que Glinda te ha besado, y que llevas puestos los zapatos de la malvada Bruja del Este.
-Así es, señor –contestó ella.
Dorita le contó que la ayuda que necesitaba no era otra que poder regresar a Kansas, donde sus tíos debían estar esperándola muy preocupados.
-¿Por qué –preguntó Oz- habría de hacer eso por ti? Que sepas que yo sólo actúo si se hace algo por mí. En este país, todos los que desean algo han de servirme.
-¿Qué debo hacer por usted, señor?
-Una única cosa habrás de hacer –repuso la cabezota parlante-. ¡Tienes que matar a la Bruja del Oeste!
-¡Cómo! –replicó la niña- ¡Jamás tuve la intención de matar a nadie!
-Pues tendrás que hacerlo si quieres volver a casa –añadió el mago-. Los zapatos que calzas te ayudarán a matar a esa bruja. No volverás a verme hasta que cumplas con esa misión.
Dorita rompió a llorar muy decepcionada. Nunca habría imaginado que un mago bondadoso y poderoso le pediría semejante cosa. Muy triste, la niña abandonó el salón, y estuvo toda la mañana llorando en su habitación, abrazada a su perro.
Le llegó el turno al señor Espantapájaros de ser recibido por el Gran Oz. Cuando se acercó al trono, en el sillón estaba sentada una hermosa dama, vestida de azul y con una corona sobre sus rubios cabellos. El hombre de paja la saludó haciendo una reverencia, a lo que la dama respondió con una amable sonrisa en sus labios y las siguientes palabras:
-Soy el Gran Oz. Dime qué deseas de mí.
El espantapájaros controló sus nervios y le dijo que nada deseaba más en el mundo, que poder tener un cerebro que le hiciera pensar con sensatez y sabiduría. El mago, bajo la apariencia de una dama encantadora, le contó que antes debía hacer algo por él, tal como hizo con Dorita.
-Mata a la Bruja del Oeste –le dijo- y yo te concederé la sabiduría que buscas. Si cumples con esto que te pido, ya habrás demostrado que eres juicioso. Sólo volverás a verme si cumples con mi petición.
El hombre de paja se sintió completamente hundido; cabizbajo, arrastraba los pies en el camino de regreso a su habitación. Durante ese recorrido pensó que el mago era un aprovechado que sólo tenía interés en sí mismo. Sin embargo, el espantapájaros se sintió culpable de tener esos pensamientos en su cabeza, pues creyó que eran injustos.
A la mañana siguiente llegó el momento de que Oz recibiera al leñador de hojalata y al León Cobarde. El primero entró en el salón del trono, y la apariencia del mago, en esta ocasión, era la de una terrible bestia con cinco trompas de elefante. El mago hizo las preguntas habituales, y el leñador respondió que deseaba poseer un corazón que le permitiera comprender los sentimientos de las demás criaturas.
-Si deseas que te conceda ese corazón –dijo Oz-, mata a la Bruja del Oeste.
El pobre señor Hojalata estaba muy confuso. De regreso a su habitación, estuvo pensando en lo triste y lamentable que sería recibir un corazón bondadoso como premio por haber matado a alguien. Y sintió pena al pensar que el Gran Oz era muy poco comprensivo con él.
Finalmente, nuestro amigo el león fue recibido en el salón del trono. En esta ocasión, Oz había adoptado la forma de un árbol que, aunque envuelto en enormes llamas de fuego, no se consumía. El león le expresó su intención de poseer el valor suficiente para poder ser él mismo sin importarle la opinión de los demás.
-Te daré lo que me pides –respondió el mago con voz de trueno- si actúas como el más feroz de los animales de la selva, y matas a la Bruja del Oeste.
Cualquier otro se habría quedado asustado ante la presencia de un fuego con voz atronadora, pero este león nuestro era diferente e imprevisible. Cuando escuchó la petición del mago se enfadó mucho y abandonó la sala en medio de rugidos de protesta, pues le parecía que el mago era un charlatán de mucho cuidado.

EL MAGO DE OZ (5)

Martes 11 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Capítulo 6

Un mamífero carnívoro félido se lleva una buena reprimenda

A cada paso que daban, el bosque que atravesaba el Camino de Baldosas Amarillas se hacía más oscuro, y también más parecido a una selva. De hecho, ciertos ruidos eran semejantes a los rugidos de fieras salvajes, como leones, tigres y osos. Toto -algo asustado- andaba muy pegado a Dorita, ya que así se sentía más protegido.
Entonces, para sorpresa de todos, se escuchó un terrible rugido, y un momento después saltó al camino un león enorme. Y Toto comenzó a ladrarle. Sin apenas tiempo para reaccionar, el león empezó a rugir aún con más fuerza, y a dar zarpazos al aire, provocando el sobresalto en todos. Aunque lo comprensible hubiera sido que salieran corriendo, el espantapájaros (que únicamente temía al fuego) se quedó paralizado, mientras que el leñador (que sólo sentía miedo ante la lluvia que lo oxida) se puso en guardia. Dorita actuó de forma diferente: se acercó valientemente a la fiera y –sin prestar atención al peligro- le golpeó fuertemente la nariz, al tiempo que le decía muy enfadada:
-¡Deberías sentir vergüenza por querer abusar de quienes son más débiles que tú! ¡No eres más que un cobarde!
El león, que hasta entonces sólo había abierto sus fauces para aterrorizar, dijo así con voz llorosa, mientras se acariciaba su dolorido hocico:
-¡Ya lo sé! ¡Sólo a un cobarde como yo se le ocurriría molestar y atacar a quienes son más pequeños! Pero… ¡es que no puedo evitarlo!
Ciertamente, el león estaba muy apenado por su mal comportamiento.
-¿Por qué, entonces, actúas de este modo? –preguntó Dorita con extrañeza, pues la fiera era tan enorme que daba pánico.
-No lo sé. Supongo que asustando a los demás trato de esconder que no soy igual de agresivo que las otras bestias. Los demás habitantes de la selva esperan de mí que a todas horas me comporte con fiereza. Pero, como no me gusta tener que enfrentarme a nadie finjo que soy el más salvaje, y rujo con la fuerza necesaria para que todos se asusten a mi paso y huyan.
Mientras el Rey de la Selva se explicaba, con su zarpa se secaba las lágrimas. El hombre de hojalata sintió pena y preocupación por él, y se acercó a confortarlo como hacen los buenos amigos. Eso sí, se cuidó de no llorar, pues las lágrimas podían oxidarlo otra vez.
Las justificaciones dadas por el León Cobarde fueron escuchadas con atención por el espantapájaros, pareciéndole muy razonables. Después de todo, el león a lo que le tenía miedo era a ser diferente a las demás bestias, por eso trataba de comportarse como ellas, aparentando ser como no era.
-Amigo león –le dijo el hombre de paja con mucha sabiduría-, creo que deberías ser tú mismo, aunque tu forma de ser no les guste a los demás. Todas las criaturas somos diferentes, y no deberíamos tener miedo a lo que otros piensen de nosotros.
-Para ello hace falta valentía –respondió la fiera-, y yo no la tengo.
-Quizá si fueras con nosotros a ver al Mago de Oz –añadió Dorita-, él podría darte, por arte de magia, el valor que te hace falta. Mi amigo el espantapájaros desea tener un cerebro que le permita ser juicioso; el hombre de hojalata quiere un corazón, para así poder sentir afecto por las circunstancias de los demás. Y Toto y yo deseamos regresar a Kansas, nuestro hogar. Todo ello se lo pediremos al bondadoso mago.
-Entonces, si no tienen inconveniente –dijo el señor León- iré con ustedes, pues cada día se me hace más difícil no resolver este problema que me causa tanta angustia.
-Estaremos encantados de tenerte con nosotros –añadió el leñador.
Y de este modo, una vez más, el grupo de amigos partió de viaje, en compañía del León Cobarde. Al llegar la noche durmieron debajo de un árbol gigantesco que los protegió del rocío. El señor Hojalata cortó una buena cantidad de madera con su hacha, con la que Dorita hizo una magnífica fogata que los mantuvo calentitos hasta que llegó la luminosa mañana.

Capítulo 7

No es un gallina ni un manso borrico, sino un felino amable

Tan pronto como amaneció, partieron nuestros amigos hacia la Ciudad de Esmeralda. Ahora, el Camino de Baldosas Amarillas se interrumpía. Al parecer, algunas fuertes lluvias habían roto el puente que cruzaba un profundo barranco. Aunque era costumbre que leones, tigres y osos lo cruzasen sin apenas pensar en las consecuencias, el barranco era verdaderamente peligroso. El León Cobarde, teniendo muy presente en su mente los buenos consejos que le dio el espantapájaros, se decidió a ser él mismo, y no se arriesgó inútilmente. A diferencia de otros leones, éste había actuado con prudencia y sensatez, pues prefirió parecer un gallina asustado antes que exponerse a caer al vacío.
El hombre de paja, como si tuviese la mayor inteligencia del mundo, propuso a sus compañeros usar un árbol como puente. Efectivamente, junto al abismo había un enorme árbol -tan alto que podía hacer cosquillas a las nubes-, y el señor Hojalata tomó su hacha y lo cortó. Cayendo el tronco de un lado al otro del barranco, todos pudieron cruzar sin peligro alguno.
Ya en el otro lado, el bosque comenzó a quedar atrás, y el camino continuaba rodeado de verdes y hermosas praderas repletas de flores y pequeños árboles frutales, tales como cerezos y manzanos. Dorita, algo cansada, aceptó el ofrecimiento que le hizo el león y se subió largo rato a su lomo, de modo que pudo descansar. El felino volvió a demostrarse a sí mismo que no era cobarde, y que no le preocupaba ser diferente a los demás leones, llevando a una niña a sus espaldas como lo haría un manso borrico.
Al cabo de un buen rato, el Camino de Baldosas Amarillas se vio interrumpido de nuevo, esta vez por la rápida corriente de un río. Aunque Toto trató de cruzar hasta la otra orilla, la distancia no era pequeña y tuvo que volverse atrás. En esta ocasión, el espantapájaros volvió a sugerir una solución para que todos pudiesen llegar al otro lado. Les propuso cruzar en una balsa de madera, que el leñador habría de construir. Dicho y hecho. El hombre de lata, ilusionado por ser útil a sus amigos, se puso manos a la obra con su afilado hacha, y en sólo un día la balsa estaba construida. En el agua funcionó a la perfección, pero cuando nuestros amigos estaban a punto de alcanzar la otra orilla, la corriente se hizo muy fuerte.
Por un instante, viendo que el curso del río los llevaba lejos del sendero amarillo, nació en todos ellos la preocupación. Pensaron que podrían caer en manos de la malvada Bruja del Oeste, y que jamás lograrían aquello que cada uno deseaba pedirle al Mago de Oz. Esta preocupación duró sólo un instante, pues Dorita les calmó diciendo que de ningún modo permitiría que fuesen esclavizados por la bruja maligna. Seguidamente, el hombre de metal usó su pesado hacha para clavarla en el fondo del río y así impedir que la fuerza del agua siguiera arrastrándolos. Con el esfuerzo de todos, como si fuese el mejor equipo del mundo, lograron alcanzar –sanos y salvos- la otra orilla del río. Una vez allí descansaron antes de proseguir, pues se habían alejado bastante del Camino de Baldosas Amarillas. A pesar de todo, Dorita se sintió muy feliz, pues sabía que cada día que pasaba, su regreso al hogar estaba más cerca.

EL MAGO DE OZ (4)

Lunes 10 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO

Capítulo 4

Se está mejor en casa que en ningún sitio

Al cabo de varias horas andando, llegaron a una parte del sendero que estaba bastante estropeado. Algunos ladrillos amarillos estaban rotos y, en otros casos, sólo había agujeros en el suelo, pues las baldosas se habían perdido. Esto provocó serios problemas al espantapájaros, ya que su caminar era bastante torpe y se caía con facilidad. (Es importante saber que andar torpemente es algo que suele ocurrir cuando no se tiene cerebro, o cuando se tiene y no se usa adecuadamente.) Por fortuna, el espantapájaros –al estar relleno de paja- no sufría ningún dolor en sus caídas.
No sólo esa parte del Camino de Baldosas Amarillas estaba estropeada; los campos de los alrededores parecían bastante descuidados, había menos árboles frutales, y apenas se veían unas pocas casas.
Durante un rato de descanso, Dorita le contó a su nuevo amigo que Kansas era un lugar seco, caluroso y gris, donde era casi imposible encontrar un árbol que diera buena sombra. El espantapájaros le hizo saber que no comprendía muy bien por qué, entonces, deseaba regresar a un lugar semejante.
-No lo comprendes –le respondió ella-, precisamente porque no tienes cerebro. Has de saber que, por muy feo que sea el lugar donde uno vive, nada en el mundo es mejor que el hogar formado por las personas a las que quieres.
-Lo que acabas de decirme es muy sensato –añadió él-. Estoy seguro de que el mago me dará el cerebro que necesito para comprender cosas tan complicadas.
Al atardecer -ya acabado el descanso-, la niña y su compañero regresaron al camino, que cada vez estaba más oscuro, pues los árboles que había a ambos lados unían sus largas ramas –llenas de hojas-, impidiendo el paso de la luz solar. A pesar de esto, el señor Espantapájaros no tenía miedo de atravesar el bosque, pues es bien sabido que los hombres de paja sólo temen a una cosa: el fuego. Dorita se sintió más segura yendo del brazo de su amigo, mientras que Toto iba delante, pues -como todos los perros- veía bien en la oscuridad.
Llegada la noche encontraron junto al camino una pequeña casa hecha de madera. Aquel parecía un lugar perfecto para dormir, así que –viéndolo vacío- se acomodaron en él a la espera de un nuevo día.

Capítulo 5

El leñador de hojalata y la aceitera que le devolvió la movilidad

Cuando Dorita despertó, el sol ya iluminaba los árboles y Toto correteaba tras los pajarillos. Mientras tanto, el señor Espantapájaros permanecía pacientemente de pie, a la espera de proseguir el viaje.
Al disponerse a regresar al Camino de Baldosas Amarillas, escucharon una voz, un profundo lamento de tristeza que provenía de los alrededores, y que llamó poderosamente su atención. Tras ese primero, vino un segundo gemido que les hizo mirar hacia todos lados, tratando de descubrir su procedencia. La niña y el hombre de paja siguieron a Toto, que se adentraba en el bosque. Allí se encontraron con un árbol cuyo tronco estaba casi cortado a hachazos y, de pie a su lado -con un hacha en sus manos levantadas- había un hombre completamente hecho de metal, de hojalata, para ser exactos. Sin embargo, este leñador de hojalata estaba inmóvil, paralizado, sin moverse lo más mínimo.
Dorita y el espantapájaros observaron llenos de asombro a aquel extraordinario hombre, mientras que Toto le ladraba sin cesar. La niña le preguntó al leñador de hojalata si acaso él era quien estaba gimiendo y lamentándose.
-Así es –respondió sin cambiar de postura-. He estado lamentándome durante más de un año sin que nadie en absoluto me escuchara. Necesito un poco de aceite para que mis oxidadas articulaciones puedan volver a moverse con soltura. ¿Podrías ayudarme tú?
La pequeña no se lo pensó dos veces y se volvió a la cabaña donde habían pasado la noche, y allí encontró una aceitera, con la que engrasó las articulaciones (cuello, brazos y piernas) del señor Hojalata.
-¡Vaya, ahora me siento mejor! –dijo el agradecido personaje de metal, que suspiraba de satisfacción mientras bajaba su pesada hacha y la apoyaba contra el árbol.
-Me alegra mucho oír eso –añadió Dorita.
-Más me alegra a mí –aseguró el señor Hojalata-, pues me habría quedado aquí para siempre, en soledad, si no hubieseis venido. ¿A dónde os dirigís?
-Vamos hacia la Ciudad de Esmeralda con la intención de ser recibidos por el Gran Oz, el mago.
-¿Para qué queréis ver al mago? –preguntó curioso el leñador.
Dorita le explicó que ella deseaba regresar a Kansas, su hogar, y que el señor Espantapájaros deseaba tener un cerebro. Ante esta respuesta -que escuchó con atención- el hombre de metal le preguntó a la niña si, acaso, también él podría unirse a ellos en el Camino de Baldosas Amarillas.
-¿Crees que el mago me daría un corazón? –preguntó-. Mi pecho está vacío, y me he propuesto tener un corazón que palpite con fuerza, pues el mío lo perdí mucho tiempo atrás.
-Supongo que sí –respondió la niña-. Imagino que el mago no tendrá inconveniente en darle un cerebro al espantapájaros, y un corazón a ti.
Y no hubo más que hablar. El leñador de hojalata apoyó el hacha en el hombro y se unió a nuestros amigos en el dorado sendero que conduce a la Ciudad de Esmeralda. Dorita, siempre atenta a los detalles, no olvidó guardar la aceitera en su cesto, por si volviera a ser necesaria más adelante.
-Muy buena idea –añadió su nuevo amigo-, porque necesitaré aceite si nos sorprende la lluvia y vuelvo a oxidarme.
Los tres amigos continuaron su caminar y, como los árboles del bosque habían crecido tanto que sus ramas ocupaban gran parte del sendero, el leñador se dispuso a usar su hacha para abrirse paso. El hombre de hojalata hizo esto por el bien de todos, demostrando así que sus nuevos amigos le importaban.
Fue entonces que el señor Espantapájaros -a consecuencia del mal estado de algunas baldosas amarillas- tropezó y cayó en un hoyo. Inmediatamente, Dorita y el leñador corrieron a ayudarle. Preguntado por este último sobre por qué no evitó caer en el hoyo, el hombre de paja le respondió así:
-Soy un tonto de cabeza hueca. No puedo tomar decisiones sabias por mí mismo, por eso caí. Puesto que tengo la cabeza llena de paja siempre he necesitado que otros piensen por mí. Aunque ahora me he propuesto ver al Gran Oz y obtener un cerebro que me haga ser tan inteligente como el resto del mundo.
-Te entiendo –le dijo el leñador-. Antes de quedarme paralizado en medio del bosque estuve en otros muchos lugares, y te puedo asegurar que he conocido personas con cerebro muy poco inteligentes. Yo, sin embargo, quisiera poder tener un corazón enorme que me haga respetar a los demás, en vez de ser duro y cruel. Como mi cuerpo es de dura hojalata me cuesta mucho no herir los sentimientos de los demás.
Dorita escuchó aquella conversación y comprendió mucho mejor el interés de sus amigos por llegar a la Ciudad de Esmeralda.

EL MAGO DE OZ (3)

Domingo 9 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Capítulo 3

De cómo Dorita hizo un nuevo amigo al que, por cierto, no le gustaba nada el fuego

Cuando llevaba un buen rato de caminata, la niña sintió apetito y comió algo de pan. Toto salió corriendo tras unos pajarillos que volaban hacia unos árboles frutales, así que Dorita se acercó, se puso de puntillas y tomó algunos frutos, que compartió con su perro.
Los cómodos zapatos de plata que calzaba Dorita resonaban alegremente sobre el amarillo camino embaldosado, que brillaba cubierto por los rayos del sol. A ambos lados del sendero, la pequeña observó que había campos en los que abundaban verduras de todo tipo, sobretodo, calabazas gigantes. Los diferentes cultivos estaban separados unos de otros por cercas pintadas de un color tan celeste como el mismo cielo. Y junto a las tierras labradas vio hermosas casas azules, cuyos ocupantes salían a saludarla muy cordialmente, pues todos sabían ya que aquella niña había vencido a la malísima Bruja del Este, poniendo fin a su esclavitud. A pesar de las felicitaciones que recibía, Dorita sabía que era una niña común y no una bruja buena; y que si acabó con la malvada bruja fue sin intención alguna, puesto que el tornado era el único responsable, llevando su casa hasta allí.
Al anochecer, cuando llegó el momento de descansar, Dorita y Toto fueron invitados a cenar y dormir en la casa de una familia de Gente Pequeña. Esa primera noche de la niña fuera de Kansas fue muy especial, pues todos celebraron con pasteles y música de violines que -por fin- eran libres.
Llegada la mañana, tras el desayuno, la pequeña y su inseparable perro regresaron al Camino de Baldosas Amarillas. Al cabo de varios kilómetros andando, se dispusieron a descansar junto a un maizal. Dorita, observando con mucha atención, descubrió que allí mismo, entre el sembrado, había un espantapájaros, cuyo cometido era asustar y alejar a las aves que querían comerse el grano de maíz. Observó que la cabeza –que no era sino un saco relleno de paja- tenía ojos, nariz, orejas y boca, y estaba cubierta con un sombrero muy parecido a un cono de helado. El resto del cuerpo del espantapájaros –que estaba sujeto a la tierra por un palo- también había sido llenado de paja, teniendo un viejo par de botas por pies.
Para sorpresa de Dorita, el muñeco le guiñó un ojo, lo cual la asombró, pues nunca había vivido algo semejante con los pocos espantapájaros que había visto en Kansas. Pero ahí no acabó la cosa. El muñeco de paja llamó su atención, y la de Toto, cuando comenzó a mover la cabeza. El perro empezó a ladrar y saltar a su alrededor, al tiempo que su dueña también se acercaba. El espantapájaros, amable cual caballero, les dio los buenos días y preguntó a la niña que cómo estaba.
-Muy bien, gracias –respondió con una sonrisa-. ¿Y cómo estás tú?
El muñeco parlante le dijo que no estaba muy bien, pues sus días allí, colgado, eran muy aburridos, sin hacer otra cosa que asustar a los pájaros. Entonces, la niña le hizo el favor de bajarlo del palo de madera al que estaba sujeto, lo cual el hombre de paja agradeció mucho.
Como es fácil de comprender, a Dorita le resultaba bastante extraño eso de estar hablando con un muñeco relleno de hierbas secas; a pesar de ello, cuando Toto se calmó un poco, mantuvo una agradable conversación con él. La pequeña le contó su intención de llegar a la Ciudad de Esmeralda, donde esperaba ser recibida por el poderoso Mago de Oz, el único capaz de hacerla regresar a Kansas.
Por su parte, el señor Espantapájaros le confesó que su gran preocupación era tener la cabeza llena de paja, en lugar de poseer un cerebro como el de los humanos.
-Yo pienso –dijo- que la vida debe ser algo más que simplemente ver cómo pasan las cuatro estaciones. Estoy seguro de que hay otras muchas cosas que observar y hacer.
Desde el mismo momento en que había sido colocado en el sembrado de maíz, el muñeco se dio cuenta de que hasta los cuervos podían ser más inteligentes que él. Los veía acercarse valientemente al maíz, y les preguntaba si, acaso, él no les producía miedo. Uno de los cuervos le hizo saber que no, que ellos sabían que aunque un espantapájaros parece un hombre de verdad, en realidad es fácil darse cuenta –con un poquito de observación- que es un simple muñeco relleno de forraje. Al escuchar esto, al ver que hasta los cuervos tenían cerebro y lo usaban perfectamente, el espantapájaros se propuso luchar hasta conseguir uno, y así poder pensar con gran inteligencia y sabiduría.
Tras esta charla tan interesante, Dorita estuvo de acuerdo en que lo mejor sería viajar juntos, pues tal vez el Mago de Oz pudiera regalarle un cerebro al hombre de paja. Así que ambos marcharon hacia el Camino de Baldosas Amarillas, seguidos por Toto, que no dejaba de husmear a aquel nuevo y singular acompañante. Sin duda alguna, haberse encontrado con el señor Espantapájaros era una de las cosas agradables a las que se refería Glinda, la buena Bruja del Norte.

EL MAGO DE OZ (2)

Sábado 8 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO

Capítulo 2

La asamblea de la Gente Pequeña en el mundo de los colorines

Dorita y Toto estaban aturdidos y asustados. También vosotros lo estaríais en su lugar, pues no es cosa habitual que las casas vuelen por los aires. La pequeña, preocupada por sus tíos, saltó de la cama y corrió hacia la entrada de la casa. Cuál sería su sorpresa, cuando abrió la puerta, que todo a su alrededor era diferente, y allí no había rastro alguno de Tío Enrique y Tía Emma. Aquel lugar no se parecía en nada a Kansas, razón por la cual, Dorita pensó que el tornado había hecho volar la cabaña hacia tierras muy lejanas, desconocidas, luminosas y llenas de color. Hasta donde alcanzaba la vista, el terreno estaba cubierto de un césped color esmeralda que hacía que el aire oliese a fresco. El resto del paisaje estaba compuesto por enormes árboles frutales, flores y aves extrañas. Un arroyo pasaba muy cerca de allí, de modo que el correr de sus cristalinas aguas creaba una música preciosa.
Mientras la niña y su perro observaban tan sorprendente paisaje, hacia la casa se acercaban, lentamente, las personas más raras que Dorita había visto en toda su vida. No eran niños y, sin embargo, tampoco eran adultos. Parecían tener la misma estatura que ella, pero sus rostros eran los propios de personas de más edad. A decir verdad, a Dorita le parecía que podrían ser más viejos que sus tíos. Además, vestían de un modo muy extraño, con sombreros parecidos a los conos de helado.
Una mujer de cabellos blancos, más alta que el resto, salió de entre aquellas misteriosas personas, parándose frente a la niña, sonriéndole amablemente y diciendo lo siguiente:
-Noble hada, bienvenida seas a estas tierras. Estos amigos y yo te estamos agradecidos de que hayas vencido a la cruel y maligna Bruja del Este, la cual los trataba como esclavos, obligándolos a trabajar para ella noche y día.
Dorita no supo qué pensar, ni qué decir, pues desconocía quién era la Bruja del Este. Más aún, no entendía porqué aquella anciana mujer que vestía como una reina afirmaba que ella había vencido a la bruja. Lo único que Dorita tenía claro era que un repentino tornado había hecho volar por los aires su hogar, separándola de sus queridos tíos. Eso, y que desconocía dónde se encontraba. Así que, tratando de ser amable, la niña respondió así:
-Es usted muy simpática, señora, pero debe tratarse de un error. Yo no he vencido a nadie.
-Bueno, al menos lo hizo tu casa –contestó la desconocida, mientras señalaba en dirección a una de las esquinas de la cabaña de madera.
Dorita miró hacia la esquina señalada y dio un grito de sorpresa, pues era cierto que por debajo de su casa sobresalían unas piernas delgaduchas –con calcetines en blanco y negro, calzadas con plateados zapatos de tacón- que pertenecían a la temida Bruja del Este. Todo parecía indicar que, en efecto, la cabaña le había caído justo encima.
-Lo siento –dijo Dorita muy apenada-. ¿Qué podemos hacer ahora?
-Nada que deba preocuparte –respondió la enigmática mujer-. Insisto en que nosotros te estamos agradecidos por habernos librado de la Bruja del Este. Mi nombre es Glinda, y las gentes de este pueblo son mis amigos. Tan pronto como vieron que habías vencido a la malvada bruja me han pedido que viniera. Yo soy la Bruja del Norte.
-¡Cielos! –exclamó Dorita algo asustada- ¿Es usted una bruja de verdad?
-Así es, pequeña –respondió la anciana-. No sientas temor. Soy una bruja buena, aunque no tan poderosa como para vencer a la Bruja del Este.
A lo que la niña respondió con extrañeza:
-Pero, yo creía que todas las brujas eran malas.
-Oh, querida –dijo la simpática Glinda-, ese es un error muy común. Verás, existen muchas brujas bondadosas. En el País de Oz siempre ha habido cuatro brujas. A saber: las que viven en el norte y el sur son buenas, mientras que las del este y el oeste son más malas que un dolor de barriga. Bueno, ahora que tú has vencido a la Bruja del Este, únicamente debemos preocuparnos de la malvada y terrible Bruja del Oeste.
Dorita escuchó con mucha atención las explicaciones de Glinda, quien –por cierto- jamás había escuchado hablar de Kansas hasta entonces, cuando la niña le hizo saber que allí estaba su hogar.
La buena Bruja del Norte también le dijo que en el País de Oz no sólo existían las brujas, sino también los magos.
-¿Quiénes son los magos? –preguntó Dorita con mucha curiosidad.
-Pues, verás, el más poderoso de todos ellos es el Gran Oz, quien vive en la Ciudad de Esmeralda.
Mientras Glinda y la niña estaban conversando sucedió algo extraordinario: el cuerpo de la Bruja del Este, que -como recordaréis- estaba bajo una de las esquinas de la casa de Dorita, desapareció por completo. El sol, brillante como ninguna otra cosa, lo había convertido en polvo. Lo único que permaneció fueron sus zapatos de plata que, al parecer, eran mágicos. Al menos, esa era la creencia de la Gente Pequeña.
Glinda tomó en sus manos los zapatos, los limpió y se los entregó a Dorita como regalo. Sin embargo, la niña comenzó a sentirse inquieta. Su principal preocupación no era otra sino regresar junto a sus tíos.
-¿Puede usted indicarme el camino que he de seguir para volver a Kansas? –preguntó a la bruja buena.
-Mucho me temo, querida –contestó Glinda-, que las hermosas tierras de Oz están rodeadas por enormes desiertos al norte, sur, este y oeste. Para serte sincera, creo que, por ahora, no podrás regresar a tu querido hogar.
Dorita se sintió muy triste. Tanto que casi empezó a llorar.
-Yo quiero volver con mis tíos –dijo, a lo que Glinda la consoló con un abrazo.
-Lo único que se me ocurre –añadió la bruja- es que te dirijas a la Ciudad de Esmeralda. Una vez allí puede que el Mago de Oz quiera ayudarte a regresar a Kansas. Aunque yo nunca lo he visto, aseguran que Oz es un gran mago.
-Y, ¿cómo he de hacer para llegar a la Ciudad de Esmeralda? –preguntó la pequeña. A lo que Glinda respondió:
-Tendrás que caminar durante mucho tiempo. El sendero tiene cosas agradables y otras que son terribles. Aunque quisiera acompañarte me es completamente imposible. Habrás de hacer este viaje sin mi compañía. Sin embargo, te prometo que mi magia te protegerá en todo momento.
-¿Cómo hará tal cosa?
-Con un beso –dijo a la niña-. Nada en este mundo es tan poderosamente protector como el beso de la Bruja del Norte. Su poder es similar al de la persona que más te ama. Este beso, invisible a los ojos que no observan con atención, será como una luz que te escude de todos los infortunios.
Y dicho esto, Glinda besó con suavidad y mucho cariño la frente de Dorita, quien desde entonces observó todas las cosas con mucha más claridad.
Antes de encaminarse en busca del fabuloso Mago de Oz, la niña y su pequeño perro entraron en casa. Allí, Dorita se cambió los zapatos que calzaba –muy estropeados y polvorientos por la seca tierra de Kansas- por los plateados que la Buena Bruja le había regalado, que eran los más adecuados para recorrer aquel misterioso país. También se cambió de vestido, y se puso un bonito sombrero de color rosa. Por último, tomó una barra de pan y la guardó en una cesta de mimbre. Al salir de la casa cerró la puerta con llave y ésta se la guardó en un bolsillo.
Llegado el momento de partir, la niña fue acompañada por la Gente Pequeña y la bruja hasta el comienzo del Camino de Baldosas Amarillas, a través del cual llegaría a la Ciudad de Esmeralda. En la despedida, Glinda le hizo a Dorita una amable inclinación de cabeza, giró tres veces sobre sí misma, y desapareció por completo.
No es difícil comprender que la mágica desaparición de Glinda provocó gran sorpresa en Toto, que empezó a ladrar asustado. Sin más entretenimiento, la niña y el perro comenzaron a andar el Camino de Baldosas Amarillas, que se perdía entre enormes árboles.

EL MAGO DE OZ (1)

Viernes 7 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — EL MAGO DE OZ, CUENTOS, TAVO
Un relato de Lyman Frank Baum
narrado por Tavo Jiménez de Armas

Introducción para padres y educadores

Más de un tonto entregaría su fortuna a quien le garantizase la habilidad de conocer los más profundos pensamientos de otras personas. Sin embargo, ese don existe –a través de la lectura- desde hace milenios. Lo que cada vez escasea más es el interés por leer, a pesar de que el acceso a la información y la cultura es cada día mayor. También el tiempo escasea en proporción inversa.
Y si importante es estar interesado por la visión de quienes nos precedieron en la observación del mundo, no lo es menos el saber elegir adecuadamente qué vamos a leer. Ser selectivo con lo que consumimos intelectualmente es una de las tareas pendientes del ser humano actual. Más aún cuando nos referimos a las lecturas infantiles.
Siendo consciente de esto, he seleccionado un relato que sintetiza en sí varios conceptos de gran interés para el aprendizaje; no sólo de los niños. También a los adultos conviene recordar que la apariencia es sumamente engañosa, y que la respuesta a nuestras necesidades se encuentra en nosotros mismos.
Es muy posible que ninguna otra historia haya cautivado a más gente en todo el mundo que El Mago de Oz. ¿Quién no conoce las andanzas de Dorita y sus peculiares amigos a través del Camino de Baldosas Amarillas?
Todo comenzó cuando el estadounidense L. Frank Baum escribió El Maravilloso Mago de Oz, en 1900, relato al que daría continuidad con trece secuelas. Inmediatamente después de su publicación vendría su primera adaptación musical para Broadway. Luego llegarían las representaciones teatrales, el cine, la televisión y el cómic.
Fue en 1939 cuando Hollywood puso todos sus medios para adaptar el cuento a lo grande. No fue la primera vez que El Mago de Oz era llevada al celuloide, pero la versión que todos conocemos, con Judy Garland interpretando a Dorita, se ha convertido en la más celebrada. Para mí resulta imposible adaptar el mundo de Oz sin antes pasar por este clásico del cine.
A través de esta versión he procurado que el nutriente original permaneciera fresco. Ese es el primero de los objetivos de toda adaptación. El segundo es que el público lector pueda crear lazos de complicidad con la historia. Para ello he actualizado las necesidades de la niña, y las de los tres singulares personajes que la acompañan, poniendo el acento en las cruciales circunstancias de nuestro tiempo. No porque antes no existiese gente acobardada –como el león del cuento- ante el reto de salirse de la norma; no porque no estuviese el pasado lleno de individuos fríos de corazón –como el hombre de hojalata-, a los que los demás le son indiferentes; no porque el espantapájaros de Oz, sumiso a la mente de otros, no haya sido el pan nuestro de cada día en la historia humana. De todo ello hemos tenido siempre en abundancia. Son los críticos tiempos que corren los que exigen de nosotros un mayor esfuerzo por resolver esas necesidades. Resolverlas trae consigo la evolución.
Pero, por encima de todo, la más grande lección que este cuento de fantasía nos desea aportar, es que la apariencia es falsa, y siempre favorece a alguien; que la mente anulada, el miedo paralizante, y la insensibilidad emocional, son las mejores armas en manos de quienes, como en Oz, se esconden tras la cortina. Qué mejor que un simple cuento para comenzar a mostrar a nuestros niños que ese es el mundo en el que están creciendo.

Capítulo 1

El inoportuno ciclón que recorrió Kansas

Esta es la historia de una niña llamada Dorita, y de cuantas maravillosas y sorprendentes aventuras vivió en lejanas tierras. La pequeña vivía con sus tíos, Enrique y Emma, en una granja en las inmensas y desérticas praderas de un lugar llamado Kansas. La casa familiar –toda ella de madera- no era muy grande, a pesar de lo cual, para la niña era el hogar perfecto, en el que se sentía querida, segura y feliz.
La granja era un lugar tranquilo y solitario, pues nadie vivía en varios kilómetros a la redonda. El pequeño huerto que cuidaba Tía Emma era lo único verde que existía en aquella zona. En los alrededores apenas había árboles, y el sol brillaba con fuerza casi todos los días del año. Por todo ello, con tan poca lluvia, la tierra –casi gris- apenas podía ser cultivada. Debajo de la casa de madera, Tío Enrique había construido un pequeño sótano, un agujero bastante incómodo que servía de refugio cuando los huracanes recorrían Kansas, destruyendo todo a su paso.
A pesar de las dificultades propias de vivir en un lugar como aquel, Dorita era una niña feliz que reía todos los días. Muchas veces, gracias a su perro Toto, un pequeño animal de largo y suave pelaje negro, cuyos juegos alegraban mucho a su dueña.
Cierto día, con el cielo más oscuro y gris que de costumbre, inesperadamente, el viento comenzó a soplar muy fuerte, como silbando. Sin duda alguna, un terrible tornado se acercaba. En aquel momento, Tío Enrique estaba en la cuadra, cuidando a las vacas y los caballos, mientras Dorita –con Toto en sus brazos- acompañaba a su tía en la cocina. Tío Enrique salió corriendo en dirección a la casa, con intención de avisar a su mujer y a su sobrina del peligro que se avecinaba. Pero justo en ese instante, Toto saltó de los brazos de Dorita y se escondió bajo la cama. Entretanto, el viento soplaba y soplaba, acercándose el tornado a la granja; mientras, Tío Enrique gritaba: ¡Aprisa, Dorita, Emma, corred hacia el sótano! Al tiempo que su tía se dirigía hacia allí y Tío Enrique lograba abrir la puerta de la pequeña habitación subterránea, la niña seguía tratando de atrapar al asustado animal, con la intención de llevarlo con ella a donde estarían protegidos.
Cuando por fin lo logró, el vendaval ya estaba sobre la granja, sacudiendo con tal fuerza la casa de madera que la niña se tuvo que sentar en el suelo. Lo cierto es que estaba sola, mientras sus tíos ya estaban bajo tierra, escondidos del peligroso tornado. Entonces, para su sorpresa, ocurrió el hecho más extraño de su vida: la cabaña, en vez de romperse por la destructiva fuerza del viento, comenzó a girar como una peonza, y a elevarse en el aire como si se tratase de un globo que apenas pesa. Ciertamente, el tornado ya estaba sobre la casa, de modo que parecía que el viento rugía como si de un inmenso león se tratase.
A esto hay que sumar los ladridos de Toto, que corría de un lado a otro de la habitación mientras Dorita, aún en el suelo, trataba –inútilmente- de calmarlo. Con esa intención se arrastró hasta la cama, y allí se acostó. El perro no tardó en tenderse a su lado hasta que, poco a poco, ambos se quedaron profundamente dormidos. Al cabo de unos minutos, el viento fue perdiendo fuerza, hasta que se hizo el silencio absoluto. De repente, un ruido inmenso y desconocido despertó a la niña y a su perro; el sonido era similar al que produce un piano cuando lo lanzas a la calle desde un octavo piso. Y ambos se dieron cuenta de que la casa ya no se movía.

LOS NIÑOS DEL AGUA (y 6)

Jueves 6 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — LOS NIÑOS DEL AGUA, CUENTOS, TAVO
Capítulo 6

Las orcas son unas monstruosas bestias que vencerían a cualquier rival del mundo acuático. El ejemplar que Tom tenía a su lado en la orilla de la playa era una orca viajera, la más feroz de la familia, capaz de zamparse desde un león marino hasta una ballena. El niño del agua se acercó lentamente hasta estar frente a la boca del bicho, que dejaba ver gran cantidad de sus más de cuarenta dientes, algunos de los cuales eran del tamaño de Tom.
Lo que entonces sucedió no debe asustaros, aunque al niño le supuso un terrible sobresalto. Justo cuando más seguro estaba que la orca estaba muerta, Tom se acercó un poco más a la boca. Quería saber si, acaso, había algún rastro de la Llave Cimarrona. Pero el animal no estaba muerto, ni dormido como una marmota en pleno invierno. Abrió sus ojos, grandotes como los de un toro, y emitió su característico chillido, tan potente que el diminuto Tom salió volando de espaldas un par de metros. Acto seguido, la bestia eructó de una forma tremenda, escupiendo una brillante llavecilla dorada envuelta en pestilentes babas de orca.
Se entiende que la llave, por ser de oro puro y no tener proteínas ni vitamina A, tan necesaria para la aguda vista de las orcas, se movía demasiado en la tripa del animal, ya de por sí mareado por la tormenta de la noche anterior. En algún momento, la orca, inquieta por tantas fatigas, tomó la sabia decisión de tomarse un descanso en la playa, con el fin de buscar una solución a su problema. Una vez allí se relajó, reflexionó sobre la importancia de cuidar su dieta y, finalmente, la escupió junto a un montón de apestosos gases.
El enorme bicho no perdió tiempo en regresar al mar, mientras Tom se apresuraba a coger la llave, que pesaba lo suyo. Sin embargo, el peligro de verdad comenzó justamente entonces, pues el diminuto Tom fue atrapado por la negra mano de un hombre.
¿Qué pensaríais si os dijera que el hombre que había atrapado al niño del agua se llamaba Roñoso? Apuesto a que sabéis de quién estamos hablando. En efecto, el malvado señor Roñoso, el cruel jefe de Tom cuando era un niño de la tierra, se encontraba en la isla del volcán. Y había atrapado al pequeño al que maltrataba.
Los dos se sorprendieron en la misma medida, pero el niño tenía más motivos que el adulto para tener miedo. Mientras Tom lloraba de miedo, el perverso Roñoso lo apretaba con fuerza en el puño de su mano derecha, al mismo tiempo que subía -a grandes zancadas- hacia la boca del humeante volcán.
-¡Maldito mocoso! –le dijo- ¡Si supieras todo lo que me ha ocurrido por tu culpa! ¡Desde que desapareciste, la misteriosa mujer de cabellos rojizos me ha encerrado en esta isla y me obliga a limpiar la sucia chimenea de este volcán! ¡Allí te arrojaré para que estés tan sucio como yo!
En efecto, todo Roñoso era pura negrura y suciedad, provocadas por las cenizas acumuladas en el conducto volcánico.
Cuando ya habían llegado a lo alto de la montaña, el niño trató de liberarse de las garras de su captor, pero todo intento fue inútil, pues el despiadado malhechor logró su objetivo. El niño del agua, con sus ojos cerrados y agarrado a la llave dorada, fue lanzado al interior del volcán. Pero, para su sorpresa y la nuestra, en vez de achicharrase en el magma, el pequeño vino a aparecer en un nuevo lugar: los abismos marinos.
Tom sabía que estaba de nuevo bajo el agua, pues sus branquias volvían a estar en funcionamiento. Además, la imagen que tenía delante de sus ojos era exactamente la que la señora Elquelahacelapaga le había descrito. Allí estaban las impresionantes ruinas de una mansión en cuyos tejados había ciento cincuenta y tres chimeneas; ni una más, ni una menos. Y es que el pequeño, que había aprendido a sumar y restar durante los últimos meses, las contó con mucha paciencia.
Tom se acercó hasta la puerta de entrada, que era de hierro y bronce, y la atravesó. Tenía que encontrar la habitación cuya cerradura debía abrir con la llave dorada, así que comenzó a recorrer sus pasillos. Nadaba con destreza, procurando no enredarse entre las cortinas rotas y las lámparas que yacían estrelladas contra el suelo embaldosado. Aunque era la primera vez que el niño del agua estaba en aquella mansión, no es menos cierto que las chimeneas le resultaban familiares. Tímida y lentamente, variados recuerdos de la época en que era obligado a escalar el interior de las chimeneas fueron llegando a su mente. Eran recuerdos tristes, sí, pero aquella casa le inspiraba otros recuerdos más agradables.
La mayoría de las puertas habían desaparecido, permitiendo que los cangrejos gigantes y las serpientes marinas habitaran libremente en las habitaciones. No eran sus únicos habitantes; el niño encontró muchos peces desconocidos, de esos que parece que no han tomado sol en su vida, y disfrutan viviendo en las oscuras profundidades del abismo.
Tom se paró frente a la única puerta que encontró cerrada. E inmediatamente vino un recuerdo fresco a su mente: aquella era la mansión del duque, y la puerta cerrada enfrente de sus narices era el dormitorio de la niña más preciosa que el deshollinador había visto nunca. Haber recordado aquello le impulsó a querer abrir la puerta cuanto antes. Y, aunque le costó un poco, lo logró.
Entonces, para su alegría, vio que, a diferencia del resto de la casona, la habitación de la pequeña durmiente seguía estando exactamente igual que cuando él llegó a ella por la chimenea. Allí permanecían los juguetes, la alfombra de flores y las mismas blancas paredes. Lo único que había cambiado era que, al contrario que la vez anterior, allí no había ninguna triste figura, oscura y sucia de hollín, reflejada en el espejo.
Y, sobre la cama sentada, una diminuta niña con branquias, cabellos dorados, y la piel tan limpia y delicada como la suya. Era Eli, y estaba esperando por Tom. Ambos se reconocieron y abrazaron muy felices. A pesar de que cuando ella cayó al mar, entre las rocas, él jugaba con la señora langosta muy cerca, en aquel momento ninguno vio al otro. Pero ahora todo parecía diferente, y Tom comprendió el interés de la señora Elquelahacelapaga en encomendarle aquella aventura en el profundo abismo del mundo.
Eli y Tom salieron de la casa, y allí se encontraron de frente con una hermosa dama de extraña presencia. Su cabello era rojizo, y su rostro… su rostro resplandeciente era el de la misteriosa mujer que el niño y Roñoso encontraron en el camino a casa del duque. Pero también era el rostro de las hermanas hadas, la señora Elquelahacelapaga y Mamá Hazloquequieresquetehagan. Lógicamente, los niños estaban muy sorprendidos.
-Hola, mis pequeños –les dijo mientras tomaba a ambos en sus brazos-. Soy Mamá Carey, como podéis ver en mis ojos. Habéis hecho lo que se esperaba de vosotros. Os he observado con gran atención, y debo decir que jamás estuve tan contenta de recompensar el esfuerzo de unos niños.
Tom, que estaba bastante cansado y le costaba evitar ir de un bostezo a otro, abrió su boquita y habló:
-Mamá Carey, ¿podemos regresar ya a casa?
-Sí, pececito –respondió ella-. Podéis regresar a casa.
En efecto, Tom y Eli regresarían a casa, volviendo a ser niños de la tierra y recuperando su estatura original. Cada uno tomó una mano de la reina de las hadas, y viajaron -por última vez- a la Isla de San Borondón, donde Tom pudo despedirse de los demás niños. Luego, Mamá Carey se llevó a los dos pequeños hasta una tierra nueva bajo un cielo nuevo, donde sólo habitan quienes saben proteger la inocencia de un niño. Los demás, quienes prefieren seguir siendo sucios, se quedan fuera, como es el caso de Roñoso, obligado a limpiar la chimenea de un volcán durante largo tiempo.

Fin

El documento word con el cuento completo en español puede descargarse de aquí:
El documento word con el cuento completo en inglés puede descargarse de aquí:
Download the english version of The Water Babies:
http://www.megaupload.com/?d=V7NB20F1 

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