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GAUTAMA Y EL DRAGÓN (4)

Lunes 31 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo de Armas) — CUENTOS, GAUTAMA Y EL DRAGÓN, TAVO
4
Cuando Gautama aprendió la utilidad de las bellotas

La musaraña llevaba puestas unas gafas sobre su hocico, pues es bien conocido que estos animalillos ven muy, pero que muy mal. Sin embargo, su sentido del oído y el olfato están muy afinados. Melón, a pesar de tener el cuerpo completamente cubierto de pelo, se protegía del frío invernal con un chaleco.
Bajo una enorme y frondosa encina* se sentaron cómodamente los papás de Gautama, escuchando lo que la musaraña le enseñaba a su hijo. Observaron durante largo rato cómo Melón le hablaba sobre la importancia de estar concentrado:
-Debes poner toda tu atención en aquello que estés haciendo. Tu vista, tu mente, todo debe estar en lo que haces, sin distraerte.
La musaraña pidió a Gautama que cogiera todas las bellotas que encontrase a su alrededor. Al cabo de unos minutos, el niño había recogido muchísimos de esos frutos marrones, y los había amontonado junto a Melón. Allí había, sin exagerar, por los menos 351 bellotas.
-A ver, muchacho, ¿sabes lo que es la flipancia interior?
Gautama no tenía la menor idea de lo que era eso, y no tuvo ninguna vergüenza en reconocerlo.
-La flipancia interior –le dijo Melón- es estar felizmente calmado. Cuando estas flipando en tranquilidad, sin miedo, concentrando toda esa fortaleza en tu mente y en tus manos, la flipancia se convierte en una fuerza imparable. Eso es cuanto necesitas para vencer a Mara.
-¿Tendré que enfrentarme al dragón? –preguntó Gautama con preocupación.
-Tarde o temprano –contestó Melón-. Pero no has de tener miedo. Eso es lo peor que podrías hacer. Ten confianza en ti mismo y no dejes que el miedo entre en tu mente. Ahora, practiquemos.
El pequeño habitante del bosque de encinas, le indicó a Gautama que debía permanecer sentado a una corta distancia de la montaña de bellotas. Cuando estuviese listo, la musaraña se encargaría de lanzarle las 351 bellotas, y el niño debía pararlas todas con sus manos. Aquella prueba parecía imposible de superar. Y la mente de Gautama sintió temor.
Melón, que tenía unos brazos muy delgados pero muy fuertes, comenzó a lanzar a toda velocidad los marrones frutos de la encina. Y el pobre Gautama no logró coger ni uno solo.
A pesar de todo, la musaraña no se enfadó. Gautama se sintió algo triste, pero confió en lo que el animal le dijo a continuación:
-Nada hay más importante, joven amigo, que tener paciencia. Ninguna cosa importante se aprende a la primera. Siempre es necesario intentarlo una y otra vez, hasta que logramos hacerlo bien.
Más animado, Gautama volvió a recoger, esta vez con la ayuda de sus papás, las mismas 351 bellotas. Lo que Melón trataba de enseñarle, él lo había escuchado con atención. Ahora, Gautama sabía que debía estar en completa calma, concentrado y seguro de sí mismo. Se sentó sobre la tierra húmeda que había bajo la encina. Cerró los ojos y pensó que sus manos serían las más rápidas del país.
Entonces, la musaraña comenzó a lanzar, tan veloz como un rayo, aquellas bellotas que eran casi tan grandes como su cabeza. En esta ocasión, a diferencia de la anterior, Gautama no dejó escapar ni uno solo de los frutos. Ni uno solo. Sus brazos parecían tener siete manos, y cada mano veintidós dedos. Sin duda alguna, sólo la flipancia interior podía lograr semejante hazaña.
Llenos de alegría por lo aprendido, Gautama y sus papás volvieron a la furgoneta. Era momento de continuar el viaje hasta el pueblo que está más allá del bosque. Melón, que ya había estado allí en más de una ocasión, se decidió a acompañarlos.
-En el pueblo al que nos dirigimos –dijo la musaraña-, algunos niños tienen graves problemas. Pasan tantas horas delante de la televisión que han acabado pegados a los sillones. Su piel se pega al asiento y, aprovechando que no pueden moverse, las lagartijas vienen a morderles los tobillos.

*Árbol de tronco grueso y gran altura. Su fruto es la bellota.

GAUTAMA Y EL DRAGÓN (3)

Domingo 30 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo de Armas) — CUENTOS, GAUTAMA Y EL DRAGÓN, TAVO
3
Sobre lo fácil que es confundir a una musaraña con el Ratón Pérez

A la mañana siguiente, cuando Gautama se despertó, sus papás estaban ya preparados para salir a trabajar. Y como las vacaciones habían llegado, Gautama los acompañaría. No creáis que eso le disgustaba. En absoluto, ya que en casi todas las casas donde Noá y Nevada construían chimeneas, había -al menos- un niño. Además, Gautama disfrutaba mucho cuando iba en la furgoneta de sus papás, escuchando la música que le gustaba mientras observaba el hermoso paisaje.
Cuando se dirigían al vehículo, frente al jardín de la casa, Gautama vio que por la misma acera, y de la mano de su mamá, iba uno de sus amigos del cole.
-¡Hola, Hugo! –le dijo sonriente-. Me voy a construir chimeneas con mis papás.
-¡Genial, Gautama! –contestó Hugo-. Pues mi mamá y yo vamos a la playa. Tal vez logremos ver alguna vaca marina.
Hasta ese momento, Gautama había olvidado por completo lo sucedido en el parque de recuperación de animales marinos. Así que no es de extrañar que esperase a estar en la furgoneta, de camino a un pequeño pueblo que está más allá del bosque, para contar lo que vivió con Topanga, el manatí rosado que le habló con tanta ternura.
Puesto que sus papás querían prestar mucha atención a lo que él deseaba contarles, Nevada, que era quien conducía, paró el vehículo junto al arcén. Ya habían dejado atrás la ciudad, y la carretera estaba rodeada de árboles muy altos a ambos lados. La nieve parecía haber pintado de blanco todo aquel bosque que, aunque era muy grande, era conocido por casi todos los niños de la comarca. Allí solían ir las familias a estar en contacto con la naturaleza, rodeados de ardillas, ciervos y lechuzas.
Pues bien, el niño contó a sus papás, con todo detalle, lo ocurrido con Topanga:
-Y me dijo –añadió Gautama- que vosotros me habíais preparado para protegerme de un malvado dragón llamado Mara.
Noá y Nevada no se sorprendieron con el relato que les contó. Todo lo contrario.
-Verás, hijo –le dijo su papá-. Es momento de que sepas que, desde siempre, todo el país ha estado amenazado por el poder destructivo de esa oscura criatura de jade. Mamá y yo sabíamos de su existencia, y por eso te hemos dado todo lo que necesitas para estar defendido de Mara. No debes olvidar nunca que mientras sientas amor y felicidad en tu corazón, el dragón verde no podrá hacerte nada…
Mientras Gautama escuchaba con interés lo que Noá le estaba diciendo, una vocecilla parecía oírse desde fuera del vehículo. Aquel ruido extraño había interrumpido la conversación, y los tres miraron hacia fuera, pero allí no había nadie. Así que Noá continuó con lo que le estaba diciendo a su hijo:
-Recuerda, Gautama, que el dragón se hace fuerte cuando las personas se enfadan y entristecen…
Sin embargo, el papá tuvo que interrumpir de nuevo. El mismo ruido, semejante al zumbido de una abeja, volvió a escucharse. Esta vez era más fuerte, así que abrieron la puerta y miraron a su alrededor. Y cual sería su sorpresa al descubrir que, sobre una piedra, había una diminuta criatura que trataba de llamar su atención. A decir verdad, aquel pequeño animal parecía, a simple vista, un ratón de campo. Movía desesperadamente sus canijos brazos, y alzaba su voz con el propósito de ser escuchado. La familia se acercó y pudo, por fin, oír lo que aquella criatura deseaba decirles.
Esta era la segunda ocasión en que Gautama se encontraba con un animal parlante. Mientras que Topanga, el dulce manatí rosa, le había hablado con todo el cariño del mundo, este otro parecía tener un carácter más brusco. Parecía algo enfadado, y eso se notaba en el tono de su voz.
-A ver, chico –dijo el animalillo-, lo que tu papá quiere decirte es que has de saber usar tu flipancia interior…
-¿Se puede saber quién eres? –interrumpió Nevada.
-Sí, señora. Yo soy… –pero no le dio tiempo de seguir, pues Gautama lo interrumpió con una nueva pregunta:
-¿Eres tú el Ratón Pérez?
-¡No! –respondió la criatura con cierto enfado- ¡Yo no soy el Señor Pérez! ¿Acaso no es evidente?
-Deberíamos dejar de interrumpirnos unos a otros –añadió el papá de Gautama-. Disculpa, ratoncillo bonito, dinos quién eres.
-¡No soy ningún ratoncillo! –contestó bruscamente, sin disimular su disgusto-. ¿Es que no veis que tengo hocico de trompetilla y me dispongo a comer una apetitosa lombriz? Soy una musaraña* orgullosa de serlo.
Dicho esto, el animal abrió la pequeña mochila que colgaba de su diminuto cuerpo, sacó de ella un alargado insecto y se lo comió en un plis-plas.
-Disculpa la confusión –añadió Gautama.
-No pasa nada –respondió mientras se limpiaba el morro-, pero sé más observador de ahora en adelante o no sabrás distinguir unas cosas de otras.
Entonces, la musaraña les contó que su nombre era Melón, y que el manatí rosa le había pedido un favor:
-Muchacho, mi amiga Topanga me ha dicho que te enseñe un par de cosas que te serán útiles cuando te enfrentes con Mara. Seguidme los tres.

*Mamífero de muy pequeño tamaño y largo hocico.

GAUTAMA Y EL DRAGÓN (2)

Viernes 28 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo de Armas) — CUENTOS, GAUTAMA Y EL DRAGÓN, TAVO
2
De cómo Gautama conoció a un animal parlante que mascaba algas

Cierto día, Mara, el maléfico dragón invisible que dedica todo su tiempo a que las personas no piensen con claridad, se acordó de Gautama. Casi había olvidado que aquel niño podría -algún día- pensar feliz e inteligentemente, y aquello le preocupaba mucho.
Le preocupaba por una única razón: todos los dragones saben –y Mara no es una excepción- que pensar sabiamente, como piensan los delfines y los unicornios, hace libres, fuertes y felices a las personas. También saben que vivir en calma, sin prisa, enfado o tristeza alguna, es algo que se contagia a los demás con más facilidad que un catarro.
De sólo pensar que cada vez más niños serían inteligentemente felices, el monstruo verdoso se irritaba y se le erizaban las escamas; y sus largos y negros bigotes se rompían a pedazos. Tanto temía el viejo dragón perder su control sobre aquel país, que cuando pensaba en ello pasaba una semana entera muy disgustado metido en la cama.
Hasta entonces -sólo con su aliento de fuego- Mara había logrado que casi nadie en aquel país tuviera paz. Había conseguido muchas cosas horripilantemente horribles y horrorosas, sí: que las personas anduviesen siempre con prisas, que cuando alguien hablara no fuese escuchado, y que la televisión permaneciera encendida a todas horas, entorpeciendo las conversaciones de unos y otros.
A pesar de que las personas poseen un buen corazón, el dragón de jade había logrado que su verde aliento les ensuciara los pensamientos. El muy astuto no se conformaba con empujar a los peatones a no ser pacientes, haciéndoles cruzar la calle cuando los vehículos tienen el paso. No. Mara ambicionaba que los niños molestasen a otros niños, que los papás se aburrieran con sus hijos, que los adultos discutieran entre ellos y, lo que es peor, que lo hicieran delante de los pequeños…
Como os digo, cierto día, Mara recordó que Gautama era su enemigo. Y comenzó a observarlo yendo al colegio, como de costumbre acompañado de su papá. El niño era muy afortunado, pues Noá y Nevada habían logrado pasar la mayor parte del día junto a su hijo. Ambos trabajaban en lo mismo: en aquellas casas en las que la televisión ocupaba el espacio más importante del salón, los papás de Gautama construían una chimenea que la sustituyese.
Sólo unas pocas personas saben que hace unos años, cuando aún no existía la televisión, las familias se reunían alrededor de la chimenea. Allí, al calor del fuego, todos pasaban el tiempo muy entretenidos. Reían, comían, hablaban, y escuchaban cuentos, hasta que los niños se quedaban dormidos y los adultos los llevaban a la cama. Cuando se inventó la televisión, las chimeneas dejaron de encenderse; luego fueron destruidas, y su lugar fue ocupado por esa pantalla que permanece encendida más tiempo del que debiera.
Así, os será fácil entender que la ciudad en la que la familia de Gautama vivía estaba llena de chimeneas. Allá a donde se mirase, hacia el mar o el bosque, había docenas de ellas.
Como si de magia se tratase, con cada nueva chimenea que Noá y Nevada construían, surgían en la ciudad nuevos y fantásticos cuentos de hadas, héroes y heroínas. Pues tanto los adultos como los niños se volvían más imaginativos.
Ocurrió que una mañana en pleno diciembre, cuando los copos de nieve caen y los niños construyen muñecos con ella, Gautama acudió a la escuela por última vez antes de las vacaciones de invierno. Era una jornada tan especial que, junto a sus compañeros y profesores, Gautama fue de visita al parque de recuperación de animales marinos. Allí, los veterinarios protegen, cuidan y sanan, a todas las tortugas, delfines, y demás animales acuáticos que estén enfermos.
En una de las piscinas había un animal que llamó especialmente la atención de Gautama. Jamás había visto nada igual. Como era muy observador, rápidamente se dio cuenta de que, aunque aquel bicho era gordo como una vaca, no podía ser una vaca. Pues no tenía cuernos y -en vez de patas- tenía dos aletas muy parecidas a las de las tortugas bobas. Además, las vacas, que se sepa, no viven bajo el agua, ni tienen una enorme cola aplastada como un remo. Definitivamente, aunque también comía hierba, aquel animal no era una vaca lechera. Era un manatí de piel rosada. Su cara era regordeta, con los mofletes caídos como los de un perro pachón.
Gautama se quedó un instante más observando a aquel manatí que tan gracioso le parecía. Para su sorpresa, cuando nadie prestaba atención, el animal se dirigió a él con una voz tan cariñosa como la de una abuela:
-¿Eres tú Gautama? –le preguntó mientras mascaba un sabroso manojo de algas.
-Sí, señora. Ese es mi nombre.
Gautama estaba muy, pero que muy sorprendido. Aquella era la primera vez que un animal le hablaba. Algo que, como sabéis, no ocurre todos los días.
-Vale, querido –respondió muy amable-. Yo soy Topanga. ¿Te gustan las aventuras, Gautama?
El pequeño le dijo que las aventuras eran su cosa favorita. A lo que el rosado manatí le dijo con voz pausada:
-Pues tengo que anunciarte que estás de suerte, chico. Verás, tengo una aventura muy interesante para ti…
Topanga le hizo saber que ya era hora de que supiera de la existencia de un terrible dragón, llamado Mara, que tenía el propósito de enfrentarse a él.
-Tus papás lo saben –añadió el manatí-, y te han preparado para vencerlo.
Gautama, que estaba muy atento a todo lo que el animal le contaba, no supo que decir. Y la conversación acabó justo ahí, cuando el resto de los niños se acercó a la piscina.
-¡Mirad, una vaca marina! –gritó uno de ellos.
En ese instante, Topanga continuó mascando algas, dando lentas volteretas, hasta que se sumergió en las profundidades de la piscina.
Tras este sorprendente episodio, esa misma noche, al acostarse, Gautama decidió que a la mañana siguiente contaría a sus papás lo ocurrido. Antes de apagar la luz del dormitorio, Nevada le deseó que soñara con lo que él quisiera. Tal vez con el Ave Fénix, esa fantástica criatura de fuego y enormes alas, que renace de sus cenizas para volver a volar. Gautama le dijo que le apetecía soñar que recorría la sabana africana a lomos de un veloz hipopótamo, mientras lanzaba caramelos a las hienas y los monos.
-Espero que lo sueñes –contestó su mamá-. Y que también sueñes que viajas a la luna dentro de una lata de salsa de tomate…
-Lo haré –dijo Gautama, al tiempo que sus ojos comenzaban a cerrarse por el cansancio.

GAUTAMA Y EL DRAGÓN (1)

Miércoles 26 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — GAUTAMA Y EL DRAGÓN, CUENTOS, TAVO
Un relato de Tavo Jiménez de Armas.
(Ilustraciones de José Avilés)
Prólogo para los educadores en el hogar

En medio de un mundo en constante y exponencial convulsión, una reflexión serena me permite llegar a una conclusión esperanzadora sobre el futuro: si existe un mañana mejor (yo así lo creo), éste lleva el nombre de la gente pequeña; quienes debieran ser receptores de lo mejor de cada uno de nosotros. Sus logros dependerán -en gran medida- del esfuerzo y la habilidad de los padres, a la hora de poner a su alcance una cultura hogareña que propicie mentes sanas y espíritus libres. En fin, todo aquello que no abunda en nuestra actual y sofisticada realidad adulta.
Precisamente, tras el análisis de las circunstancias sociales que nos rodean y condicionan, se exige una profunda y madura reestructuración de las prioridades y los objetivos. Entiendo que estos cambios deben llegar como fruto del consenso entre los responsables de la célula familiar (como quiera que esté compuesta), reevaluando los propósitos comunes y dando preferencia a los valores éticos y espirituales; a sabiendas de que hacerlo exigirá un cambio de coordenadas respecto de la concepción que hemos tenido del mundo material y nuestra relación con él.
La libre elección que supone renunciar a los convencionalismos sociales, no es una receta que pueda ser desarrollada en terceros si antes no se ha experimentado en uno mismo. Precisamente ahí reside la consistencia de cualquier proyecto con aspiraciones de progreso: el propósito, el esquema trazado, ha de personificarse en quienes pretenden tranferirlo a otros; máxime si esos otros son gente pequeña.
Hemos de ser conscientes de que ilustrar un modelo de vida autónomo respecto de la cultura imperante en la sociedad -para que no sea endeble-, ha de tomar forma de manera honesta, sólida y constante en los padres enseñantes. Ese matiz es el que diferencia al educador educado del predicador que vende una propaganda que no lo ha impregnado previamente. Dicho en siete palabras: nada hay más pedagógico que el ejemplo.
Sirva esta oportunidad para reivindicar que se puede aprender mucho en medio de las tareas cotidianas; y se puede aprender mucho acercándonos al mundo infantil, jugando tirados por el suelo. Claro que sí. La escuela está superpuesta al hogar, sólo se precisa extraerla y vivirla. Como adultos, debemos ser alumnos dispuestos a captar el vibrante mensaje de vida que nos aporta un niño. Esa es la esencia de todo sendero espiritual que nada tiene que ver con lo humanamente instituido.
Este material va dedicado a quienes, saturados de la incultura reinante y preocupados por construir un hogar donde esté presente el cultivo del espíritu, se ocupan en la discreta y paciente tarea de hallar el equilibrio y la felicidad a través del conocimiento. Un conocimiento –ausente de cualquier tono grandilocuente- que sea práctico, y lo suficientemente fértil como para regenerar intelectual y emocionalmente a todos los miembros de la familia; un saber sobradamente competente como para educar sin tabúes ni carencias.
Dicho conocimiento se adapta al universo infantil a través de un cuento. Siempre fue así. Los cuentos se crean para transmitir valores y para describir las realidades del mundo, advirtiendo a los pequeños de los riesgos de creer ciegamente en las apariencias. El niño, desbordado de una imaginación que todavía no ha sido domada por los años, asimila como propio el rol del protagonista. Y asume como suyos los desafíos que la narración le ofrece, hasta culminarlos.
De ese modo, el relato fantástico trasciende el mero entretenimiento y se convierte en una enriquecedora herramienta que complementa la acción pedagógica que los padres desarrollan durante el resto del tiempo. A su vez, el cuento reclama su lugar más allá del ámbito infantil, tocando a la puerta de aquellos adultos abiertos al aprendizaje. Porque, en definitiva -sea parábola, fábula, o cuento-, aquello que nos recuerda que los paradigmas racionales aprisionan al espíritu, no es algo que deba reservarse exclusivamente a los oídos infantiles, sino que es patrimonio de todas las edades. En verdad, puede que únicamente desoyendo el veto que la razón humana y la apariencia nos imponen, hallemos la llave que abre la puerta del conocimiento perdido.

1
Del nacimiento de Gautama y otras cosas bien importantes

Érase una vez un país, no demasiado lejano del nuestro, que estaba bajo el poderoso hechizo de Mara, el espíritu de la ignorancia y la maldad. Aunque invisible a los ojos de las personas, Mara era un inmenso, viscoso y pestilente dragón de color verde –como tallado en piedra de jade- que se divertía mucho haciendo que la gente no fuera feliz. Sus largos y huesudos brazos acababan en unas feísimas garras negras, mientras que de su hocico nacían unos grandes y delgados bigotejos, oscuros como el carbón. Su afilada lengua surgía entre un par de colmillos semejantes a los de una pantera.
Mara se divertía viendo una pelea entre amigos, cuando alguien lloraba, y también al observar que los niños no deseaban aprender. Aunque resulte difícil de creer, el dragón disfrutaba cada vez que veía a unos padres que no prestaban la debida atención a sus hijos. A decir verdad, Mara flipaba con la tristeza y los enfados de los demás.
Lo más trágico de todo, es que casi nadie creía en la existencia del malvado dragón de jade, pues pocas personas lo habían visto alguna vez; lo cual facilitaba sus horribles acciones, que consistían en sembrar de desgracias toda la tierra. Al contrario de lo que podría pensarse, el monstruo verdoso no comía personas. No. Se conformaba con observar sus desdichas, pues de la tristeza de los demás él obtenía su grandísima e incomparable fuerza.
En ese país, que aunque lejano se parecía mucho al nuestro, vívían un hombre llamado Noá y una mujer de nombre Nevada, que esperaban el nacimiento de un hijo varón al que tenían pensado llamar Gautama.
Cuando llegó agosto -o lo que es lo mismo, la Luna de las Cerezas Negras- nació el niño, que fue llamado como estaba previsto; y su presencia entusiasmó a toda la familia. Fue una alegría para todos, excepto para Mara. El espíritu maligno que desea que nadie haga uso de la inteligencia, el dragón verde que hace que las personas sean completamente infelices, se enfureció mucho al saber de aquella noticia. Y es que Mara supo que Gautama, una vez hubiera crecido, se enfrentaría a él. Como era de esperar, aquello preocupó y enfadó mucho al dragón, que había tenido sólo unos pocos enemigos a lo largo de su extensa vida.
Aunque hay quien dice que cierta noche, antes de que su hijo naciera, Nevada tuvo un hermoso sueño en el que aparecía un elefante blanco que bailaba al son de una cítara, la realidad es que no fue así. Mentira cochina. Las mamás no sueñan con elefantes -ni blancos, ni negros, ni colorados- cuando pueden hacerlo con sus hijos. Así que, en verdad, la mamá de Gautama (y también Noá, su papá) tuvo hermosos sueños en los que su hijo reía y jugaba sin preocupación alguna. Lo cierto es que, tras el nacimiento del bebé, tampoco hubo lluvia de pétalos sobre Nevada y su pequeño recién nacido.
Nada extraordinario aconteció con el nacimiento de aquel precioso niño; no aparecieron nuevas estrellas en los cielos, ni hubo reyes de lejanas tierras que se acercaran al hospital para entregarle al bebé un canastillo con juguetes. No. Todo ocurrió dentro de lo normal. Como si el propio universo, que está más allá de la luna y las estrellas, quisiera decirnos que todos los niños son igual de especiales.
Los felices papás de Gautama, que afortunadamente sí conocían el inmenso poder del dragón invisible, estuvieron de acuerdo en que lo más importante del mundo sería proteger a su hijo de la vista de Mara. Esa era la tarea principal en sus vidas. Ninguna cosa era más importante que demostrarle amor al pequeño. Nada era más valioso que la felicidad y la educación que deseaban darle. Pues Nevada y Noá sabían que con esas dos cosas, Gautama estaría tan protegido del monstruo como lo está un caballero con su armadura y su espada.
Y así, dentro de la normalidad, transcurrieron los primeros siete años del pequeño, que creció sano y dichoso, recibiendo el amor de su familia.
Como sucede con todos los niños del mundo, nada gustaba más a este peque que aprender a jugar a cosas nuevas. Y como debiera ser con todos los papás, a los de Gautama nada les daba más satisfacción que compartir tiempo junto a su hijo, jugando a sus juegos; y contándole extraordinarias historias de valientes caballeros espaciales, mangostas* que luchan contra peligrosas cobras negras, y niños que conversan con espantapájaros y hombres de hoja de lata…

*Animal parecido al hurón y la comadreja.

CAPITANES INTRÉPIDOS (y 7)

Martes 25 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 7

Días más tarde, cuando el trabajo –por fin- ya había concluido y la goleta se disponía a poner rumbo a tierra, algunos botes se acercaron para entregar a Disko las cartas de los marineros que vivían en Gloucester y aún no regresaban. Otros simplemente gritaron mensajes para sus mujeres y familias. Y el capitán se los grabó en su mente para no olvidarlos.
-¡A casa, Harvey –gritaba Dan, excitado de tanta alegría-, volvemos a casa!
Fue un tiempo para despedidas y también para desearse la mejor de las suertes. Luego se izó la bandera, se levó el ancla y el capitán Troop colocó sus grandes manos en el timón.
Harvey tuvo tiempo para permanecer tranquilo en cubierta, simplemente observando el mar en calma. Y las nubes esparcidas por el ancho cielo, rodeando la luna que llega en el atardecer y se refleja en el océano. Fue entonces cuando el muchacho se dio cuenta de que ya se había convertido en un hombrecito, dejando atrás las tonterías que habían hecho de él un mocoso déspota y consentido.
Ahora, por primera vez, tenía verdaderas ganas de volver a ver a sus padres. Enormes deseos de abrazarlos como cuando era más pequeño. Aquel puñado de sentimientos le hizo ver que el momento más afortunado de su aún corta vida, había sido la noche en que cayó de la cubierta del trasatlántico y fue rescatado por Manuel. ¿Qué habría sido de mi vida si no hubiese pasado nada y finalmente hubiese llegado a Londres?, se preguntaba.
De algún modo, Harvey sentía tristeza de que aquella experiencia a bordo del velero de Disko Troop llegara a su fin. Sabía que, ya en tierra, los echaría mucho de menos.
La noche antes de llegar a Gloucester, Harvey subió a la cubierta y disfrutó de las mejores canciones de Manuel y su pequeño y viejo acordeón. Melodías que siempre permanecerían en su mente, aun cuando se convirtiera en adulto.
A la mañana siguiente, el Estamos Aquí llegó a Gloucester, paseándose entre los barcos que estaban anclados en el muelle. Ya se podía oler a tierra fresca, y escuchar el incesante ajetreo de la ciudad.
Una vez hubieron atracado, Harvey corrió hasta las oficinas de telégrafos y pudo avisar a sus padres de la milagrosa experiencia que había vivido. El telegrama decía algo así: Padre, recogido por la goleta ‘Estamos Aquí’ tras caída barco. Pasé el tiempo aprendiendo. Todo ha ido bien. Espero en Gloucester, en casa del capitán Troop. ¿Cómo está mamá? Firmado: Harvey Cheyne.
Cuando los señores Cheyne fueron informados de lo sucedido con su hijo, se dispusieron a viajar a Gloucester. Como es comprensible, la noticia de que Harvey no había muerto fue el momento más feliz de sus vidas. Y no tardaron en tomar el tren que los reuniría con él.
Os podéis imaginar cuán emocionante fue el encuentro entre los padres y el muchacho. Harvey vio a Constance, su madre, y se abrazó a ella. Ambos lloraban de enorme alegría, pues ya habían acabado los días tristes. De algún modo, aquel encuentro era el comienzo de una vida nueva.
Los padres de Harvey cenaron esa noche en casa del capitán Troop, a quien agradecieron todo lo que había hecho por su hijo, empezando por el rescate del mar.
-También yo le estoy agradecido a Harvey –dijo Disko-, que siempre será parte de nuestra tripulación. A bordo hemos vivido momentos difíciles en los que, verdaderamente, se ha comportado como un intrépido capitán. Ahora le pagaré su salario, como convinimos, aunque lo que hizo por mi pequeño Dan no hay modo de compensarlo con dinero.
Al despedirse, Harvey y Disko, el viejo lobo de mar, se dieron un gran abrazo. Lo mismo ocurrió cuando el muchacho tuvo que decir adiós a Dan, su compañero en las labores de grumete. Harvey deseaba que la amistad que los unía no acabase allí mismo, pero comprendía que Dan era un chico que amaba el mar por encima de todo.
Los Sres. Cheyne fueron al muelle a agradecer a Manuel que hubiese salvado a su hijo. Y allí estaba el portugués, acompañado de su novia. El chico y sus padres lo abrazaron efusivamente. Tanto a Manuel como a Disko Troop se les ofreció -en agradecimiento- cualquier clase de ayuda que ellos necesitaran, pero ni uno ni otro la aceptaron. Eran personas honestas que no creían que existiera mérito alguno en lo que habían hecho hacia Harvey.
De regreso a Nueva York, el niño y sus padres hablaron sobre todo lo acontecido en los últimos meses.
-He aprendido a apreciar todas las pequeñas cosas –dijo Harvey-. Ahora sé que soy afortunado, por ejemplo, teniendo una cómoda cama, y pudiéndome bañar con agua caliente.
-Hijo –replicó su padre-, también yo he aprendido a valorar mejor lo que me rodea. Tu madre y yo habíamos perdido toda esperanza de encontrarte con vida. Ahora sé que nunca me preocupé lo suficiente por hacer de ti un muchacho responsable. Creía, estúpido de mí, que todo lo que debía hacer era llenarte de regalos y comodidades hasta que crecieras y trabajaras conmigo. Mi error, Harvey, es el de muchos padres ocupados en su trabajo. Ahora, milagrosamente, nuestro hijo regresa a casa.
Toda la experiencia vivida por Harvey no habría servido de nada si sólo el muchacho hubiese aprendido. Era preciso que sus padres también lo hicieran.
Harvey les hablaba de sus vivencias pasadas mientras Constance, su madre, lo escuchaba y, a cada rato, lo acariciaba con cariño.
Constance advirtió que ahora las manos de su hijo eran duras y callosas. Y que su rostro ya no era el del jovenzuelo que se reía de los demás. Ahora Harvey miraba fijamente a los ojos cuando se le hablaba, y comprendía lo duro que hay que trabajar para ganar diez dólares al mes.
-Hijo –dijo Constance-, tu padre y yo sentimos una enorme gratitud hacia todos los integrantes del Estamos Aquí. ¿Hay algo que podríamos hacer por ellos?
-Dan es mi socio –respondió-. Sé que su vida está en el mar, y que sólo puede estudiar la mitad del año. Pero si vosotros quisierais podría ir a la escuela de navegación. De ese modo, el día de mañana, cuando los dos seamos adultos responsables, compraríamos un gran barco del cual Dan sería el capitán.
Los padres de Harvey se miraron y sonrieron.
-¿Qué crees –preguntó Constance a su hijo- que diría el capitán Troop de esa propuesta?
-Conociéndolo –replicó Harvey-, rascaría su barbilla reflexivamente y diría que está conforme con que su hijo tenga un futuro menos duro.
En efecto, eso fue lo que Disko respondió cuando Harvey y sus padres le ofrecieron que Dan fuese a la escuela de navegación.
Transcurrieron los años desde aquel feliz reencuentro con el que comenzaba una nueva vida, y de los muelles de Nueva York partía cada mañana un enorme barco de vapor que pertenecía a dos amigos que, siendo niños, habían sido grumetes de la mejor goleta de Gloucester.
-El Estamos Aquí era un barco magnífico –dijo Dan Troop, el capitán del vapor.
-Cierto y justo; justo y cierto –añadió Harvey Cheyne.

Fin

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Si quieres descargarlo completo en inglés / Download Captains Courageous in english:

CAPITANES INTRÉPIDOS (6)

Lunes 24 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 6

El Capitán Troop no era amigo de correr riesgos innecesarios. Viendo que una peligrosa tormenta acechaba a lo lejos, decidió que la tripulación no saldría a faenar hasta que las condiciones mejorasen. Dijo a sus hombres que se dedicaran a limpiar pescado y ponerlo en salazón.
Entonces el cielo se tornó en gris oscuro, y la paz del mar desapareció, tragada por un viento infernal que amenazaba con romper todo a su paso. Fue así, de repente, sin más aviso que el balanceo del Estamos Aquí, de uno a otro lado, como si fuese una simple cáscara de nuez en medio de un océano azul oscuro.
Harvey sintió verdadero pánico cuando observó el rostro de preocupación de Dan. Los dos chicos trataron de disimular sus emociones, pero se hace difícil cuando estás a merced de las incontrolables fuerzas de la naturaleza.
Disko Troop subió a la cubierta acompañado por todos sus experimentados hombres, protegidos con sus negros impermeables. El capitán había ordenado que, bajo ninguna circunstancia, los grumetes subieran la escalera. Los quería allí abajo, protegidos en la medida de lo posible. Arriba, Disko sujetaba el timón con todas las fuerzas contenidas en su cuerpo, mientras el resto de la tripulación se encargaba de mantener el equilibrio, sujetar los cabos, y controlar el aparejo unido a los dos mástiles del barco.
La lluvia caía escandalosamente sobre la goleta cuando se hizo la oscuridad de la noche. A los lejos se divisaban, con gran dificultad, las luces de otros navíos, tambaleándose tanto como el Estamos Aquí. Se hizo preciso que alguien cuidase del farol que estaba junto a la proa, y el capitán llamó a gritos a Dan. El muchacho subió sin vacilaciones e hizo lo que le pidió su padre.
Harvey, aunque estaba muy asustado, asomó su cabeza escaleras arriba y observó cómo se estaban desarrollando aquellas difíciles tareas. En medio de la tormenta se escuchaban las voces de unos y otros, mientras enormes olas caían sin piedad sobre la cubierta.
Desde la oscuridad se escuchaban gritos de ¡Bote, bote, necesitamos ayuda!, y Disko aceptó que sus hombres prestasen ayuda a los náufragos, a sabiendas de que aquella era una tarea de un peligro extremo. Alguno de esos náufragos consiguió subir al barco con la ayuda de Manuel y Jack el Largo. Otros no lo lograron y acabaron arrastrados por el oleaje, que más parecía un monstruoso pulpo con largos tentáculos.
Jack el Largo tuvo dificultades, y se agarraba con los brazos, los pies, y hasta con los dientes, tratando de mantenerse firme frente a un vendaval que barría, con sus olas, el puente, llevándose a quien encontrasen en su camino. Fue entonces que uno de los cabos unidos al palo mayor se quebró y parte del aparejo del barco fue a dar directamente contra Dan, quien vino a caer sin sentido sobre la cubierta.
Estallaba el cielo en mil rayos cuando Harvey se percató de lo ocurrido a su amigo, y fue en su rescate. Era preciso andarse con cuidado para no ser arrastrado, pero el muchacho no pensó en el peligro. Tampoco Jack el Largo, quien –arriesgando su vida por la de Dan-, fue golpeado por el viento y cayó al mar. Allí flotaba, inconsciente, mientras Manuel trataba, sin posibilidad alguna, de salvarlo. Todo esfuerzo del portugués por subirlo al velero fue inútil, pues las corrientes lo alejaron de él muy rápidamente.
Entretanto, Harvey –atentamente observado por Disko- corrió como pudo hasta Dan, logrando agarrarlo con fuerza, para comenzar a arrastrarlo –con éxito- hasta un lugar seguro.
Unas agotadoras horas más tarde, la pesadilla había concluido. Al amanecer aparecieron los restos destrozados de algunos botes a los que la tormenta había tratado sin respeto alguno. También apareció un náufrago más, que se había agarrado a algún trozo de madera, lo cual le permitió mantenerse a flote para luego trepar a la cubierta del Estamos Aquí. De quien no hubo rastro alguno fue de Jack el Largo.
Harvey necesitaba llorar, por primera vez desde que había sido salvado por Manuel, después de un hecho tan trágico como el que había sucedido horas antes. La noche siguiente, cuando estaba en su litera y la luz ya se había apagado, aprovechó para esconder su cabecita bajo la almohada y echar un llanto de dolor por Jack el Largo, y por todos aquellos a los que había visto luchar por sobrevivir en medio de tantas dificultades.
En el Estamos Aquí los rostros aparecían apenados y cansados. Disko apenas habló con nadie en todo el día, mientras que Manuel prefirió estar en soledad, con su acordeón, entonando tristes melodías. Sin embargo, la vida continuaba, y pronto comenzaron a pensar en que estaba cerca el día de regreso a casa.
El episodio de la tormenta había hecho reflexionar mucho a Harvey. Recibir las gracias sinceras por parte de Dan y su padre, por cuanto había hecho en aquellas horas, le hizo apreciar más aún a aquellas humildes personas. La valentía de Jack el Largo y Manuel, arriesgando sus vidas hasta las últimas consecuencias, era algo que él hasta entonces no conocía. Con todo ello, Harvey Cheyne se dio cuenta de lo agradecido que le estaba a cada uno de los tripulantes del Estamos Aquí, por todo lo que le habían enseñado en aquellos meses.

CAPITANES INTRÉPIDOS (5)

Domingo 23 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 5

Disko decidía llevar la goleta acá o allá con gran sabiduría, como si ir tras los bacalaos que poblaban los bancos le hubiese convertido en uno más de ellos. De tal modo que siempre encontraba pesca abundante; como el experimentado jugador de ajedrez que mueve sus piezas sobre el tablero sin dudar ni un instante que la partida será suya. El tablero en el que el capitán del Estamos Aquí se movía era el ancho océano, cubierto por un helado manto de brumas que iban y venían, olas que zarandeaban a placer el barco, e icebergs que se cruzaban peligrosamente en su camino.
El capitán miraba con extrañeza hacia el distante horizonte, como si esperase ver algo en él. Así que le pidió a su hijo que hiciera de vigía. Y Dan subió con mucha agilidad hasta lo alto del palo mayor. El muchacho dejó que su vista se perdiera durante unos segundos hacia lo más lejano de aquel desierto azul, hasta que divisó, en la distancia, la pequeña bandera de una goleta. Era evidente que al hijo del capitán le gustaba mucho su trabajo, y que aquel barco era como su casa.
Por cierto, la primera vez que Harvey subió al palo mayor tuvo miedo, como es normal. Era un día calmado, y el capitán deseaba que se fuese acostumbrando a las mismas tareas que realizaba su hijo.
-¡Ahí está, padre! –gritó Dan- ¡Barco a la vista!
-¿Por dónde viene, mijo? –preguntó Disko.
-¡Por el norte, padre –exclamó el grumete-, por el norte!
En efecto, un velero bastante parecido al Estamos Aquí se acercaba veloz, con el viento a favor, deslizándose hacia un costado, y sorteando –arriba y abajo- las olas bravas. En algunos momentos dejaba ver su popa, pareciendo que iría de cabeza contra el mar, pero en otros su proa se levantaba como un cuerno de rinoceronte en pleno ataque de furia.
-Se trata del barco del viejo Abishai –dijo Dan a Harvey.
Sólo tuvieron que transcurrir unos minutos y la embarcación se acercó –paralelamente y sin parar- hasta la goleta, lo que permitió a Disko saludar al otro capitán, quien devolvió el saludo y añadió algo más que Harvey no logró entender.
-¡Disko –gritó Abishai, capitán de barba blanca-, se acerca una feroz tormenta! ¡Preparaos para vuestro último viaje, sardinillas de Gloucester!
-¡Será mejor –exclamó Disko a viva voz- que te preocupes de tu alma y tu viejo barco, pedazo de atún! ¡Me pisas los talones porque sabes que donde yo pesco bacalaos tú no encontrarías ni medio kilo de sardinas!
No hubo tiempo para mucho más, pues el velero dejó atrás al Estamos Aquí y se perdió en la lejanía, dejando tras de sí una estela blanca sobre el azul oceánico.
Esa tarde, mientras salaban, varias orcas merodeaban por los alrededores, dando resoplidos que arrojaban chorros de vapor.
Los siguientes días, en los que la fría bruma siempre estuvo presente, el lugar de Harvey estuvo en la campana, pendiente en todo momento de hacerla sonar para llamar a los marinos que, dispersos por las inmediaciones, se afanaban por hacer una buena pesca.
Cada noche se hacía normal ver a Disko con sus enormes manos sobre el cuaderno de bitácora, escribiendo las cosas sucedidas diariamente. Alguna vez le mostró a Harvey las cartas de navegación, llenas de anotaciones a lápiz sobre a dónde dirigirse para la pesca, en las que cada banco estaba perfectamente señalado con su nombre.
Como normal era que cada domingo no se trabajase. Era una jornada especial en la que aprovechaban para, si hacía buen tiempo, darse un baño. Luego se reunían a contar viejas y fantásticas aventuras de encuentros con ballenas, abismos marinos poblados con extrañas criaturas, y tormentas interminables. Como aquella que narró uno de los marineros, Jack el Largo, acerca de los fantasmas de la tripulación a la que traicionó el famoso pirata Kidd. Fantasmas que surgían de la nada y aullaban como lobos perdidos sobre la cubierta. Relatos que Harvey desconocía y le hacían tener la piel de gallina.
Mientras el muchacho atesoraba esas leyendas y todo lo que se le enseñaba durante las largas y duras jornadas de trabajo, su paz mental adquiría una muy buena salud. En un mes a bordo había aprendido a dejar atrás los caprichos a los que se acostumbró como consecuencia de una mala educación; y aprendió a valorar el esfuerzo de los demás.
Entretanto, las bodegas se iban llenando de kilos y kilos de pescado en salazón que sería vendido en Gloucester. Pescados que salían de los bancos que Disko conocía a la perfección, y a los que el Estamos Aquí se dirigía escurridizamente, dejando atrás a cualquier otro pesquero que les siguiera. Eran zonas repletas de pescado que exigirían todavía mucho mayor esfuerzo.
-Harvey –le dijo Manuel-, cuando lleguemos a los bancos de Virgen Vieja nos quedaremos por dos semanas. No comeremos a nuestra hora, y únicamente descansaremos cuando ya no te puedas tener en pie.
Fue allí donde Harvey vio calamares por primera vez. Era de noche y, en medio de la oscuridad, uno de los hombres que hacía la guardia despertó al resto al grito de ¡calamares, despertad, calamares! Y durante más de una hora todos estuvieron pescándolos con unas redes especiales. Cuando el calamar se ve atrapado primero lanza un chorro de agua, luego de tinta, a la cara de los pescadores. La faena era difícil, pero se hacía más llevadera viendo cómo los hombres movían la cabeza tratando de esquivar aquellos disparos tan desagradables. A pesar de ello, todos quedaron negros como el carbón, pues los calamares tienen buena puntería y el viento soplaba con fuerza.
Una de esas mañanas, la tranquilidad acostumbrada fue rota por la presencia de tres goletas distribuidas en los alrededores. De cada una de ellas salieron numerosos botes, por lo que ahora el mar estaba plagado de más de un centenar de ellos, como abejas que acaban de abandonar sus colmenas. Aquí, el aletear de los insectos se transformó en las voces, silbidos y cánticos de los marineros, el ruido de los remos, y el sonido de los aparejos de pesca. Era, sin duda, un verdadero espectáculo que dejó boquiabierto a Harvey.
-Chico, esto es como una ciudad –exclamó Dan-. Debe haber más de mil hombres faenando.
El Estamos Aquí navegó lenta y pacientemente entre las otras goletas, y el capitán Troop aprovechó para saludar a otros capitanes, viejos amigos suyos. Era la ocasión perfecta para cotillear, pues los otros barcos ya conocían, por ejemplo, la historia de cómo Manuel había pescado a un niño llamado Harvey Cheyne.
-¿Qué tal es el muchacho como marinero, Disko? –le preguntaban.
-Es uno más de los nuestros –replicaba a todos-. Pronto echará escamas.
Eran centenares de rostros desconocidos para Harvey, pero muy familiares para la tripulación del Estamos Aquí; Manuel habló con otros marineros en portugués. Dan se encontró con amigos a los que veía poco en Gloucester. Incluso Doc, el cocinero, halló con quien hablar de sus cosas.
Ya en faena, nubes de bacalaos se paseaban bajo los botes sin dejar de picar los anzuelos, haciendo que la pesca fuera excelente para todos, que no eran pocos. Y al anochecer, como era costumbre, a salar hasta que el agotamiento obligaba a cerrar los ojos.
Fue entonces cuando la calma dio paso a una gigantesca tormenta, como Harvey no había visto en toda su vida.

CAPITANES INTRÉPIDOS (4)

Jueves 20 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 4

Aquel sueño, tras una larga jornada de duro trabajo, fue sanador. Harvey se levantó con la mente más serena y el corazón más amable. Y con el estómago desesperado por desayunar. Después de saciar su hambre, los grumetes limpiaron la loza, cortaron carne de cerdo para el almuerzo, baldearon la cubierta, y ordenaron la despensa. Lleno de ganas de vivir, Harvey respiró intensamente el aire fresco de un día claro que prometía ser tan interesante como el anterior.
Durante la noche se habían acercado otros veleros a los alrededores del Estamos Aquí, haciendo que el mar azul pareciera un cielo estrellado, pues los barcos tenían aún sus luces encendidas.
El capitán Troop observaba aquel paisaje con mirada reflexiva. Dan conocía muy bien aquel momento, que ya había vivido incontables veces. Significaba que su padre estaba tan concentrado que parecía estar pensando por toda la tripulación. Disko sabía dónde había un banco de bacalao; pero también tenía claro que los capitanes de los demás veleros sabían que él lo sabía.
-A padre no se le debe interrumpir cuando reflexiona –dijo Dan a Harvey-. Ahí donde lo ves, amigo, está ‘leyendo’ las corrientes marinas, oliendo los vientos, calculando hacia dónde exactamente hemos de dirigirnos.
Entretanto, los dos grumetes tomaron un pequeño bote y salieron a faenar, que es como se dice cuando se va a trabajar la tierra o, como en este caso, el mar.
Para salir a faenar, Harvey necesitaba otras ropas más apropiadas. Así que Dan le entregó unas botas de goma, altas hasta los muslos, un jersey de esos gruesos que quitan la respiración, y un impermeable. Ahora sí que Harvey, que había aprendido a remar en la escuela yendo a navegar a algún tranquilo lago, parecía un pescador de verdad.
Dan y él descolgaron un bote pequeño y se alejaron de la goleta, que es el nombre por el que se conoce a un velero como el Estamos Aquí. Al poco, Harvey ya se encontraba agotado, pues no es lo mismo remar por placer en las calmadas aguas de un lago, que tener que hacerlo contra el fiero oleaje oceánico en un bote sin velas. En alta mar la tarea es más complicada de lo que pueda pensarse.
Dan le dijo que parase en el sitio exacto donde iban a pescar. En el bote tenían todo cuanto era necesario para aquellas labores: mazo, arpón, plomadas, hilo de pesca y anzuelos. Ya metidos en la faena, Dan observó que su compañero no se comportaba como el tonto hijo de un millonario. Aunque debo deciros que Harvey todavía pensaba que su padre, si él quisiera, le podría regalar diez botes como aquel. Ese pensamiento no se lo confesó a Dan, como habría hecho unos días antes, pues si algo había aprendido en la compañía de la tripulación del Estamos Aquí, es que no se debe alardear por nada, menos aún por estupideces.
Después de bastante tiempo, los dos chicos no regresaron a la goleta con las manos vacías. Pescaron –con grandísimo esfuerzo- un solo pez, un fletán (un tipo de pescado plano y moteado) de más de medio metro de largo y unos treinta kilos de peso. Era, sin duda, una buena pieza.
Ya de vuelta al velero, el rostro del pobre Harvey parecía azulado de tanto cansancio. Sus manos no estaban en mejor estado; estaban doloridas, en camino de tener un puñado de callos. Sus nudillos empezaban a lucir un cierto tono morado, además de grietas. No creáis que todas estas duras consecuencias eran malas. En absoluto. Fueron muy enriquecedoras para un chico como Harvey Cheyne, mal acostumbrado a no dar valor a las cosas. Hasta esa misma mañana, el muchacho únicamente había visto un fletán servido en cenas de restaurantes de lujo. Ahora, al haber ayudado a pescarlo con sus manos dolientes, había comprendido el esfuerzo que otras personas ponen en sus fatigosos trabajos. Y esto es importante, pues cuando algo se conoce mejor, más se valora.
Con todos en el Aquí Estamos, el capitán Troop ordenó a los hombres que se pusieran manos a la obra para navegar.
-¿Adónde vamos, capitán? –preguntó Harvey lleno de curiosidad.
-Tras el pescado, mijo –respondió Disko-. Hay un banco de bacalao que nos espera.
El capitán había tomado el timón en sus manos, y comenzó a girarlo con suavidad. Al mismo tiempo que la tripulación se colocaba en sus posiciones, a lo largo y ancho, una ola enorme acarició con fuerza –de adelante hacia atrás- el velero.
No es cosa sencilla gobernar una embarcación de sesenta mil kilos, pero Disko y sus hombres eran gente experimentada. Para Harvey, a pesar de lo duro que le resultaba, era una aventura increíble. Si le decían que fuera a popa y agarrara un cabo (que es una cuerda gruesa), allí estaba en un instante. El muchacho aprendía a hacerlo al tiempo que cumplía con lo que le ordenaban.
-¡Baja la vela, chico! –le gritaba uno de los marineros- ¡Más abajo todavía, sin miedo!
Harvey ya no se sentía herido porque se dirigieran a él de aquel modo. Comprendía que era la única manera en medio de las labores de navegación, y ello no significaba falta de respeto hacia su persona. Además, no le quedaba otro remedio, pues el capitán no habría tolerado ninguna insolencia más de su parte. Disko era un hombre justo que no aceptaba estupideces y abusos. Era tan sensato y honesto que, cuando se le daba una razón de peso, respondía con sus palabras habituales: Cierto y justo; justo y cierto. Pero si se le decía algo incoherente era capaz de echar mano de su autoridad sin reparo alguno.
Durante toda la navegación hasta el banco de bacalao, el muchacho iba incansablemente de proa (delantera) a popa (trasera), y de babor (costado izquierdo) a estribor (costado derecho), en medio del oleaje, pareciendo una perdiz mareada que no sabe muy bien a dónde dirigirse.
Para su asombro, la goleta atravesaba el océano como una cuchilla que rasga la niebla a su paso veloz. El mar gruñía a ambos lados, como Disko cuando alguien de la tripulación se distrae y pierde la concentración en medio de un giro.
Varias veces, el capitán Troop realizó algo en el timón que hacía que la velocidad de la embarcación disminuyera; luego, ordenaba algo a quienes tiraban de las velas, y el velero, de nuevo, se deslizaba a gran velocidad entre las olas, no dejando nunca que la fría niebla lo envolviera demasiado. Aquellas maniobras eran la evidencia de que no había nadie en todo Gloucester con la maestría del capitán Disko Troop en el manejo del timón.
Una vez llegados al hogar del bacalao, los grumetes del Estamos Aquí se encargaron de preparar las redes, que luego fueron cargadas en las barcas. Se trataba de la primera jornada de pesca en los fríos bancos del norte, que fue muy dura para todos, especialmente para Harvey, que se había ganado con esfuerzo el plato de comida caliente y el pastel que Doc, el cocinero negro, le sirvió en la cena.
Manuel, el salvador del chico, se había propuesto a sí mismo ser el responsable directo de cuidar de su educación. El portugués estaba convencido de que todo iba por buen camino, y que –con esmero, o sea, con tiempo, paciencia e ilusión- Harvey se convertiría en un hombre de provecho.
-Bien hecho, muchacho –le dijo, al tiempo que le daba una palmada en el hombro, antes de subir la escalera hacia la cubierta, donde se sentó a fumar su pipa.
Dan, que estaba sentado al lado de Harvey, también se sintió satisfecho del cambio que mostraba. Al menos, el niño rico ya no se quejaba del fuerte olor a pescado que impregnaba todo el barco, o del constante crujir de la madera.
Además, el chico ya tenía en sus codos y muñecas las heridas propias de los pescadores de los bancos. Heridas que escocían con el agua salada y que Dan le había enseñado a curar. Ahora sí que Harvey podía sentirse uno más de la tripulación, donde un grumete es tan importante en su trabajo como cualquier otro miembro. Tenía un lugar en la mesa y una litera propia, lo cual ayudaba al chico a sentirse igual a los demás. Todo esto le sirvió para demostrarse a sí mismo que poseía la capacidad para adaptarse a una forma de vida que nada tenía que ver con las comodidades a las que había estado acostumbrado durante años.
Terminada la cena, y limpia la cocina, con sus sartenes y cazos, los dos grumetes se tendieron en sus literas. Se escuchaba el agua que mecía la goleta, mientras Dan tomaba en sus manos el viejo acordeón de Manuel, del que salían melodías que sólo Harvey desconocía, pues el resto se las había escuchado en numerosas ocasiones.
-Manuel sí que sabe canciones bonitas –dijo Dan-. No las escribe; dice que se le vienen a la boca, y ya está.
Una de esas noches, cuando la jornada había finalizado, Harvey subió a la cubierta a escuchar a Manuel quien, acordeón en mano, entonaba improvisadas canciones.
-Cuando te encuentras bien por dentro –dijo el portugués- salen igual que un huracán. Mi padre inventaba canciones mejores que las mías. Canciones al sol, al mar, a las estrellas; grandes canciones a las nubes, al viento y a las tormentas. Sí, mi padre se sentía muy bien por dentro.
Fue entonces cuando el noble marinero le cantó a Harvey una viejísima canción que nunca olvidaría. Decía así:

Le dijo al bonito con tino y ardor,
si tú eres bonito yo soy una flor.
¡Ay!, mi pescadito, deja de llorar,
¡ay!, mi pescadito, no llores ya más.

Existe una escuela en el fondo del mar,
todos los pececitos van allí a estudiar.
En los libros aprenden el cebo a picar,
sin dejar que el hocico se enganche al tirar.
¡Ay!, mi pescadito no llores ya más,
porque una ballena un día serás.

Con aletas y cola para navegar,
y también unas alas para ir a volar.
¡Ay!, mi pescadito, deja de llorar,
¡ay!, mi pescadito, no llores ya más.

Hizo bizcochos y al mar los tiró,
ya junto al barco ni un pez se acercó.
¡Ay!, mi pescadito, deja de llorar,
¡ay!, mi pescadito, no llores ya más.

El niño se emocionó con la canción casi hasta llorar. No era habitual en él emocionarse. Más aún, hasta entonces solía confundir la enorme excitación que sentía cada vez que competía y ganaba, o cuando le regalaban algo muy caro, con las limpias emociones que se viven en momentos tan especiales como este, bajo la hermosa luna llena, a bordo del Estamos Aquí, que parecía un fantasma de madera volando entre nubes de espesa niebla.

CAPITANES INTRÉPIDOS (3)

Miércoles 19 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 3

Harvey sollozaba impresionado por los gritos y la determinación del capitán. A su lado permanecía Dan, dispuesto a hacerle comprender que debía respetar la decisión de su padre, al que él y los demás marineros tenían por un hombre justo. Ambos conversaron durante un largo rato, y el niño rico serenó su mente. Logró, por fin, reconocer que su comportamiento no había sido el más adecuado hacia quienes le habían salvado la vida. Dispuesto a rectificar, se fue en busca del capitán Troop, quien se mostró dispuesto a escuchar las excusas ofrecidas por el chico. Aunque le costaba ser humilde, Harvey pidió disculpas por todo lo que había hablado sin pensar.
-Cierto y justo; justo y cierto –respondió Disko-. Muchacho, si sigues por este nuevo camino, el del respeto a los demás, te convertirás en todo un hombre. Esto demuestra que no te juzgué mal la primera vez que te vi. Aunque estabas ofuscado, sí eres capaz de razonar –dijo colocando su enorme mano sobre el hombro del chico-. No pienso nada malo de ti, Harvey, por ninguna de las cosas que han pasado. Ahora que estamos en paz, ve a hacer lo que Dan te indique.
Y así fue. Dan le dijo que estaba cerca la hora en que los marineros –que pescaban en los alrededores- regresarían al Estamos Aquí más hambrientos que una pandilla de tiburones tras una ballena. En efecto, un puñado de botes comenzaba a remar en dirección al velero, sobre un mar que parecía hecho de seda. Harvey estaba fascinado con aquella imagen que le era nueva. El sol estaba acercándose ya al horizonte, y su luz coloreaba el atardecer y las pequeñas olas con destellos dorados.
Dan estaba contento, pues parecía que la jornada había sido provechosa, ya que Manuel regresaba con una buena pesca. Manuel, recordó Harvey, era quien lo había sacado del agua. Se trataba de un pescador muy hábil que había nacido en las costas portuguesas.
-¡Ciento cincuenta y dos! –gritó el portugués-. Ese es el número de pescados que traigo conmigo.
Dan y Harvey ayudaron a Manuel a acercar el bote al velero, y a subirlo a bordo. El pescador lucía una sonrisa brillante de oreja a oreja. Ya en la cubierta se dirigió al nuevo grumete, le tendió su morena mano para saludarlo y le dijo:
-¡Vaya!, ¿estás mejor ahora? Ayer a esta hora los peces intentaban pescarte, pero ahora serás tú quien los pesques a ellos. ¿Eh?
Con voz entrecortada, luchando contra su orgullo, el chico le agradeció a Manuel que le hubiese salvado la vida, a lo que el pescador bromeó para restarle importancia. Sin embargo, Harvey estaba sinceramente agradecido. Y como muestra de ello, tras ver que el bote de su salvador necesitaba una mano de limpieza, no esperó a que Dan lo hiciera, sino que él se puso manos a la obra con un estropajo. A decir verdad, al muchacho no le faltaba interés, pero sí habilidad, algo que obtendría con la práctica. Y tuvo muchas oportunidades, puesto que él se encargaría de limpiar con esmero cada bote que iba siendo subido a la cubierta del Estamos Aquí. ¿Qué quiere decir con esmero? Pues que lo hacía con tiempo, paciencia e ilusión.
Cuando todos hubieron regresado, comenzaron los turnos para sentarse a la mesa a comer. Dan, Manuel, Harvey y otros marineros se sentaron frente a un plato de bacalao, cerdo y papas. Todo ello acompañado de una hogaza de pan caliente y una taza de café. Aunque estaban hambrientos, nadie comenzó a comer hasta que el último de los hombres terminó de agradecer a la Providencia el buen resultado de la jornada de pesca.
Una de las principales labores a bordo consistía en limpiar el pescado y guardarlo –ordenadamente- en la bodega, conservado en sal, para que se mantuviera fresco hasta llegar al puerto. Esta tarea se llevaba a cabo tras la comida. Todos se acercaron a la cubierta de popa, donde el plateado pescado se amontonaba. Unos marineros abrían el pescado y lo descabezaban, lo limpiaban de espinas y vísceras, y bañaban en un barril con agua; otros –abajo en la bodega- lo salaban y almacenaban en barricas. Aquel era un verdadero trabajo en equipo que maravilló a Harvey, por la habilidad con la que todos trabajaban coordinados. Y por el esmero que ponían en ello.
Con el fin de hacer más amena la dura tarea, los marineros cantaban viejas canciones, como esta:

Y así, cierto domingo,
se casó con Linda Tingo…
¡Qué hombre tan patán!
¡Qué hombre tan patán!

¡Cinco duros pide el suegro,
no hay más tonto que este negro!
¡Qué hombre tan patán!
¡Qué hombre tan patán!

Al cabo de una hora, el chico ya deseaba poder descansar, pero se sobrepuso y siguió esforzándose; pues por primera vez en su vida sentía que estaba haciendo algo de lo que sentirse satisfecho.
Cuando todo el trabajo se había completado, era labor de los grumetes limpiar la sal derramada en la bodega, y la cubierta, repleta de espinas y tripas que habían de arrojarse por la borda. Alguna orca hambrienta se acercó hasta el velero en busca de cabezas de pescado, y se fue con el estómago bien lleno.
Y tras la limpieza, la guardia nocturna. Harvey tenía tal cansancio y sueño que apenas podía mantener los ojos abiertos.
-Harvey –le dijo Dan-, me caes muy bien, pero como te duermas te despertaré a coscorrones.
Los grumetes eran los encargados de hacer la primera vigilancia de la noche. Era preciso estar alerta y mantener las luces constantemente encendidas, de modo que el barco pudiera ser visto por cualquier buque de gran tamaño que se acercara, y así evitar un dramático accidente.
Harvey y Dan, convenientemente abrigados con jersey azul y gorra de lana, permanecieron despiertos toda la noche. El nuevo grumete había estado bostezando y hasta llorando de agotamiento, pero Dan trató de calmarlo recordándole el valor del deber cumplido. Al llegar las diez de la mañana, uno de los marineros subió a la cubierta y encontró a los dos muchachos desplomados, uno sobre el otro, tan profundamente dormidos que tuvo que llevarlos él mismo hasta sus respectivas camas.

CAPITANES INTRÉPIDOS (2)

Martes 18 de octubre de 2011 por noreply@blogger.com (Tavo) — CAPITANES INTRÉPIDOS, CUENTOS, TAVO
Capítulo 2

Demasiado débil para pensar, el pequeño Harvey se dejó vencer por el incontrolable poder del océano. No pudiendo luchar contra las heladas olas, cerró sus ojos a la espera de morir.
Sin embargo, milagrosamente, seguía con vida. Tardó unos minutos en volver a abrir sus ojos, y lo que primero le llamó la atención era el desconocido e intenso olor que entraba por sus narices. Era evidente que todo su cuerpo estaba empapado y helado, si bien estaba a salvo sobre una montaña de pescado, dentro de una barquilla pesquera. A su lado vio, dándole la espalda, un marinero de negros cabellos rizados, bajo los cuales tímidamente se advertían las orejas, de una de las cuales pendía una argolla dorada. Aquel extraño que vestía un jersey azul se giró y, viendo que el chico que había pescado acababa de abrir los ojos, le dijo sonriente:
-¡Ah!, ¿te encuentras mejor? Ha sido una suerte que te pescara, ¿eh? Creí que la hélice de ese gigante iba a hacerte pedazos. Así que debes estar agradecido a la vida; por esta vez no te toca morir.
Incapaz de ser agradecido, el muchacho se limitó a preguntar dónde se encontraba. El marino le dijo que su nombre era Manuel, y que pertenecía a un velero llamado Estamos Aquí, un pesquero procedente del puerto de Gloucester, al norte de Nueva York.
En medio de la abundante y blanquecina niebla, Manuel permanecía de pie sobre la barca, soplando una caracola que le servía para comunicarse con sus compañeros que se encontraban en una embarcación bastante más grande. Esos otros marinos vestían impermeables amarillos, y se movían con la misma rapidez con la que Manuel había asombrado a Harvey. Minutos más tarde, ya en el pesquero grande, el muchacho recibió ropas secas y una bebida caliente. Acto seguido lo metieron en un camastro y se quedó dormido en un instante.
Cuando Harvey volvió a abrir los ojos, en el velero Estamos Aquí, sonaba la campana que llamaba al desayuno. Al verse en aquella cama incómoda, automáticamente recordó todo lo sucedido. El dolor que sentía en todo su cuerpo también se lo recordaba.
A su lado, ocupado en Dios sabe qué, había un chico que parecía tener su misma edad; quizá un par de años más. Su rostro era ancho y rojizo, vestía un jersey azul y calzaba negras botas altas de goma. En el suelo había varios pares de la misma clase de calzado, una gorra vieja, y algunos pares de gruesos calcetines de lana. De la pared colgaban varios impermeables, negros y amarillos. Todo ello, envuelto por un fuerte olor a mar.
Harvey se dio cuenta de que no tenía sábanas en su cama, que el barco se mecía tontamente, y que la madera crujía por todas partes. Este cúmulo de cosas le hizo sentirse inquieto, suspiró, y se acordó con tristeza de su madre.
-¿Te encuentras mejor? –preguntó el chico que estaba a su lado-. Me llaman Dan y ayudo en la cocina. Te traeré algo de café caliente que yo mismo he preparado.
Dan era el único grumete a bordo y ayudaba a Doc, el cocinero, pelando papas y haciendo todo lo que fuera necesario para que el trabajo en equipo marchara perfectamente. Además, se encargaba de aquellas tareas propias de un joven aprendiz, ayudando a los marineros en sus faenas.
Cuando le acercó la taza del oscuro café, Harvey miró desconsolado a su alrededor, como si esperase que allí hubiese una vaca, y preguntó si no había un poco de leche que pudiera añadirle. La respuesta del chico fue clara: no habría posibilidad de tomar leche hasta llegar a puerto, en unos meses. Así que se tomó el café y comió con avidez unos pocos trozos de carne de cerdo. Con preocupación sincera, Dan revisó que Harvey no tuviera ninguna herida en su cuerpo, y le dijo que subiera, que su padre –el capitán- deseaba verle inmediatamente.
Como suele ocurrir con otros muchos chicos, Harvey nunca había recibido una orden sin más explicaciones. No entendía que tuviese que apresurarse a hacer lo que otra persona deseaba. Hasta entonces, él creía que todo el mundo giraba a su alrededor, dispuesto a cumplir sus más infantiles deseos. Tan consentido estaba que su madre, acobardada como un gorrión frente a una serpiente, prefería callar y no educarlo en la generosidad propia de todo buen ser humano. Por decirlo de un modo sencillo, el chaval se sentía como el sol, alrededor del cual giran todos los planetas.
-Que baje tu padre –respondió Harvey a la orden recibida-, si tiene tantas ganas de hablar conmigo. Lo que yo necesito ahora es regresar de inmediato a Nueva York. Le pagaré por ello.
Dan abrió los ojos con asombro ante aquella osadía.
-¡Eh, padre –gritó escaleras arriba-, dice que si tantas ganas tiene de verlo, que baje usted!
La respuesta al atrevimiento de Harvey tomó forma en la voz más dura que él hubiera escuchado jamás salir de una garganta:
-¡Dan, déjate de tonterías y mándamelo a la cubierta!
Aun en ese preciso instante, Harvey creía –el muy ignorante- que resolvería la situación hablando de lo poderoso que era su papá, y del dinero que éste le daría a los marinos que devolvieran a su hijo a Nueva York. Así que, envalentonado como un pequeño gorila que se golpea el pecho, el muchacho subió las escaleras verticales, dispuesto a reprochar a quien fuera tan poca amabilidad. Se dirigió hacia la popa del velero y se encontró de frente con un hombre de anchas espaldas, que le recibió con el siguiente saludo:
-Buenos días, mejor dicho, buenas tardes, jovencito. Has dormido como una pequeña marmota.
-Buenos días –se limitó a responder. A Harvey no le gustaba el tono con el que aquel desconocido se dirigía a él; le parecía inadecuado entre un simple pescador y el hijo de un magnate de los negocios.
-Bien, escuchemos tu historia –replicó el capitán-. ¿Cómo te llamas? Algunos de mis hombres dicen que eres de Nueva York, y sospechan que te dirigías a Europa. ¿Qué hay de cierto en ello?
Harvey le dijo su nombre y contó brevemente lo que había ocurrido, terminando por exigir que se le llevara de inmediato a Nueva York, donde su papá les pagaría la cantidad de dinero que ellos pidiesen. Sin dejarse impresionar, aquel hombre de rostro bien afeitado acarició sus mejillas y le respondió pausadamente:
-¡Umm…! Me temo que no es posible.
-Parece que no me ha entendido –insistió Harvey-. Les estoy agradecido por haberme salvado, como es natural, pero no es de mi gusto permanecer por más tiempo en este sucio velero.
El mar yacía en calma, y alrededor del Estamos Aquí se observaba una docena de barquillas en plena faena pesquera. Igual de calmado estaba el hombre que escuchaba al muchacho, al cual respondió de esta manera:
-Verás, has dicho sucio velero. Si yo estuviera en tu lugar, no hablaría mal del barco que la Providencia ha elegido para salvarte la vida. Tus palabras me ofenden. Soy Disko Troop, capitán del Estamos Aquí, cosa que pareces ignorar.
-Lo único que deseo que comprenda –insistió el niño- es que cuanto antes me lleve a tierra, tanto mejor será la recompensa.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Disko, levantando sus espesas cejas, que protegían una mirada de ojos azules suaves pero desconfiados.
-Dólares –respondió Harvey, ciegamente confiado en que aquella palabra impresionaría al adulto-. Señor, quizá no lo sepa, pero ha tenido usted el mejor día de su vida; soy el hijo único de Harvey Cheyne.
-Mejor para él –respondió con sequedad.
Aquella respuesta enfureció al muchacho, que no podía entender que el nombre de su padre dejase indiferente a un humilde hombre de la mar. Y es que, suele ocurrir que niños como Harvey creen que el resto del mundo ha de envidiar la fortuna de los poderosos.
-Bueno, capitán Troop –dijo con tono firme- ordene que cambien de rumbo y se den prisa en dirigirse a Nueva York.
El descaro del muchacho provocó que Dan –que estaba a sólo unos pasos, arreglando unos aparejos de pesca- no pudiera contener una risa burlona, fruto de lo enfadado que se estaba sintiendo ante aquel inaceptable comportamiento.
-Jovencito –respondió Disko-, párate ahí. Lamento decirte que no regresaremos a tierra hasta septiembre. Y, además, nunca pasamos por Nueva York. Lo sentimos por ti, que nos das mucha pena, pero nosotros somos ocho hombres a bordo, acabamos de llegar a este banco para ganarnos el pan, y aquí continuaremos. Definitivamente, no perderemos la temporada de pesca por ti.
Harvey apretó fuertemente lo dientes, con rabia.
-¡Pero aún quedan cuatro meses para septiembre! No puedo quedarme aquí sin hacer nada hasta entonces, sólo porque ustedes necesiten pescar. ¡Imposible!
-Cierto y justo; justo y cierto –dijo el capitán-. Nadie pretende que pases estos meses aquí sin hacer nada. Perdimos un grumete durante una tormenta… sospecho que no pudo agarrarse bien cuando nos sorprendió. Ahora nos has llegado tú, como caído del cielo, siéndonos de utilidad. Así que, ayudarás a Dan en sus faenas.
Las órdenes del capitán Troop sentaron realmente mal al pequeño Harvey, que amenazó con hacer que los castigasen a todos cuando regresasen a tierra. Sin embargo, aquellas palabras no intimidaron a Disko Troop, que era un verdadero lobo de mar…
-Harás lo que te he dicho –dijo-, y te daré diez dólares por mes, pagaderos al final del viaje. Un poco de trabajo te despejará la cabeza. Y después nos podrás contar todo lo que quieras sobre tu mamá, tu papá y tu dinero. Entretanto, ve con Dan y ayúdale en todo lo que él te diga.
-¿Quiere eso decir que tendré que ponerme a limpiar cacharros y platos en la cocina?
-Tendrás que hacer eso y mucho más. No tienes derecho a protestar, muchachito.
-¡No haré nada de lo que usted me dice! –gritó-. No seré el sirviente de nadie en esta apestosa caja de pescado.
-¡Calla de una maldita vez! –respondió Disko, mostrando su enfado- ¡Lo harás! Aprenderás a trabajar y recuperarás tu humildad y sensatez. Dan –dijo mirando a su hijo-, la primera vez que tuve enfrente a este mocoso caprichoso saqué conclusiones precipitadas. Ahora me doy cuenta de que no es capaz de razonar. Sé bueno con él y ayúdale a que piense correctamente.
Y habiendo dicho esto, el capitán Troop abandonó la cubierta. Allí dejó a su hijo, acompañando al triste, terco, y rico heredero de una fortuna de treinta millones de dólares.

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